dimarts, 19 de maig del 2009

EL ARBOL Y EL JARDINERO


El jardinero había acabado de plantar sus últimas flores. Durante años estuvo trabajando en las labores de su jardín convirtiéndolo en uno de los más bellos de la comarca; su forma octogonal le concedía un aspecto armónico, casi perfecto, en cuyo centro se apreciaba cierto magnetismo. Cuatro de sus esquinas estaban orientadas a cada uno de los puntos cardinales y en cada una prevalecía un tipo distinto de plantas y flores. La gran variedad de colores que reinaba en los distintos puntos del jardín conciliaba variaciones de luz durante todo el día, que majestuosamente incidía en las hojas estimulando las membranosas ramificaciones. Durante los primeros rayos del alba los tonos anaranjados predominaban en los lados de levante donde recibían los rayos del sol al alba, mientras los tonos dorados señoreaban en poniente acariciados suavemente por sutiles saetas de luz hacia el crepúsculo. Cuando el sol estaba más alto el jardín producía una bacanal de colores y olores que estimulaba los más primitivos sentidos.
El Edén quizás era aquello; un compás cuya aguja está girando perseverantemente en círculo y que no para de moverse alrededor de su centro, renovándose constantemente; y este centro, sobre el centro mismo de la tierra; una rosa de los vientos donde confluían en perfecto equilibrio todos los tonos y las fragancias llegadas de allende.
El origen del jardín se diluía en el tiempo. Se comentaba – según la tradición popular- que éste, antes de ser vergel, había sido un santuario megalítico compuesto por ocho dólmenes dispuestos en círculo y otro más grande y protuberante que sobresalía sobre los demás del interior de la tierra. Sus dimensiones eran tan proporcionales entre sí, que en la distancia se apreciaba una armonía inusual. Allí se reunían fieles elegidos que en el solsticio de verano, y a las órdenes del un líder, loaban al astro rey en un rito administrado por el constructor del oratorio que hacía las veces de gurú, y que al ofrecimiento de todos, daba la bienvenida al estío recibiendo su luz e iluminando las tinieblas, hasta que el crudo invierno retornase para traer nuevamente la oscuridad.
Esto es lo que se creía; aunque algunas personas discrepaban de la historia. Pensaban que era una historia inventada por algún pseudo-historiador petulante que recitaba leyendas para impresionar al ingenuo interlocutor de turno. Sea como fuere, el caso es que antes del jardinero hubo otro jardinero y antes de éste, otro y así sucesivamente, hasta que la memoria popular de los más ancianos se desvanecía en el tiempo. De hecho no había nada escrito al respecto; ni en los archivos, ni en los museos, ni en las hemerotecas, ni en cualquier otra forma. A nadie, nunca, se le había ocurrido hacerlo. Era como si la historia del jardín estuviese escrita por el jardín mismo y sólo él tenía esa celosa e impenetrable potestad.
Era suficiente con admirarlo de una manera especial, ya que entonces el jardín parecía que hablaba. Y cuando el jardín hablaba, hablaba claro, pero había que saber interpretarlo. E interpretarlo significaba estar en él, fundirse con él y comprender que estamos concebidos de la misma materia. De ahí se explicaba que sólo la verdadera historia pasase de unas personas a otras de manera oral pero a la vez silenciosa, porque en su silencio se percibía el eco de sus declamaciones y quien comprendía recelaba contar la verdad sobre el Edén. Consideraban que a mal quien pese, no todo el mundo estaba preparado para conocerla y si esta fuese excesivamente popular sería el fin del vergel, que en sí, lo que lo mantenía vivo, era esa especie de profundo misterio que lo envolvía y su hermetismo era esencial para su supervivencia. Quizás nosotros,- el género humano tan proclive y destructivo- con nuestra especial curiosidad y predilección hacia lo desconocido nos estimula nuestros primigenios sentidos: miedo y desconfianza, curiosidad, atrevimiento… y ese enigma es el que mantiene activa la llama del misterio, la ilusión de un viaje hacia lo desconocido, hacia un destino incierto; pero imaginativamente maravilloso; la esperanza de llegar al paraíso, la felicidad suprema. Mientras, nos vamos alimentando en exceso de ese espejismo que nos empeñamos en confundir con la realidad, en el que proyectamos nuestra ilusión esbozándola a nuestro antojo, y que a medida que la coloreamos aflora y casi siempre desilusiona. Y no es bueno que nos sintamos desengañados, porque quiere decir que hemos vivido de espaldas al mundo verdadero como la cruz de una moneda, a la par que nos hemos dejado seducir por el mundo ficticio que nos han servido y que hemos creído. El mayor riesgo es confiar en lo que se nos presenta sin advertir la verdadera naturaleza de las cosas.
Pero somos curiosos y, a veces, confundimos la verdad de las cosas con algún misterio ideado por la imaginería popular o por el charlatán de turno que intenta tergiversar conceptos para confundir a las personas y que por esa razón cuando sospechamos que existe alguno, intentamos descubrirlo a costa de lo que sea, sin pensar en las consecuencias y sin reflexionar sobre la posibilidad de que lo mejor es desistir y vivir con ese secreto.
La glorieta, ubicada en la parte central, era la única zona que no había sido plantada. El jardinero esperaba de alguna manera satisfacer el deseo propio y del jardín, de disponer en ella algo especial, algo distinto; pero no se había decidido. Estaba totalmente seguro que, en su momento, sabría elegir con la sabiduría de quien haya tenido la suficiente experiencia como para valorar, comparar y optar por la mejor elección. Siempre había pensado que la conciencia humana está hecha de constantes comparaciones y eso conlleva a analizar situaciones de diferente naturaleza, eligiendo el sendero que se pretende más acertado, aun a riesgo de equivocarnos. De alguna manera, el jardinero osaba comparar y poner como ejemplo la belleza de la mujer con la flor; cuantas más de ellas has conocido, más posibilidades encierras de valorar y acertar con la fragancia ideal. En ocasiones se había aproximado, pero hasta el momento nada le había convencido.
El jardinero observaba con singular vanidad y orgullo el vergel que le había tocado cuidar, vanagloriándose constantemente ante los curiosos que se aproximaban, invitándolos discreta, sutil y furtivamente a admirar la fastuosidad de la obra tal como lo habían hecho sus antecesores, y aun siendo consciente de que le había tocado quizás la parte más complicada: el colofón. Él, que era consciente de ese final, intentaba no pensar en ello, pero a la postre debía plantearlo de manera seria porque era su hado y en su momento debería saber elegir sabiamente.
Si bien es cierto que el jardín poseía ese encanto especial y que hacía las delicias de todos cuantos lo visitaban, le preocupaba de alguna manera la sensación de que él mismo careciese de la sensibilidad necesaria para hacer bello el objeto más simple que uno se pueda llegar a imaginar. Creía que los objetos más sencillos se acercan más a la realidad de la naturaleza, sin artificios morales ni arbitrarios que los infecte. Pero en el fondo esa era una efímera preocupación. Si de algo podía enorgullecerse verdaderamente era del delicado cuidado y de la paciente lentitud con que veía prosperar el particular Edén, y el extremado celo de compartir su obra; sabía que la gente sólo contemplaba la superficialidad de la belleza, sin percatarse en absoluto que esa obra encerraba esfuerzos, sudores, sinsabores y alegrías. Si algún osado se atrevía a preguntarle sobre cualquier cuestión referente a ello, solía reaccionar con actitudes poco amigables; el silencio era su respuesta porque el jardín era silencio.
En cierta ocasión, un soleado día de mayo, cuando las flores estaban en su apogeo y numerosas personas se agolpaban en el lugar, rodeando casi por completo los límites del jardín en una especie de festival de curiosos, apareció de entre el gentío una niña regordeta, con largos cabellos lacios y cara angelical, que, con aire extrovertido se dirigió hacia el hombre que cavaba un hoyo con la deducible intención de plantar algo. Se situó delante de él eclipsándolo con su pequeña sombra, mitigando suavemente el furor directo de los rayos de sol al mediodía.
El jardinero impertérrito la miro de soslayo ignorándola por completo, pero la pequeña se acercó todavía más hasta casi tocarlo; una aureola de luz rodeaba su bello rostro y su mirada dulce y profunda, resplandecía de tal forma que, podía derretir el acero más templado. El hombre, se sorprendió mientras la muchacha, dirigiendo la vista hacia la glorieta, se fue hacia ésta, se situó en el centro mismo y observo el jardín mientras giraba sobre si misma, -como el eje de un compás con los brazos extendidos- apreciando sus maravillas.. El hombre, que había dejado de cavar, se acercó y la niña mirándolo fijamente a los ojos, extrajo de entre sus ropitas de satén un extraño esqueje que él, en su larga y azarosa vida de jardinero, no había visto jamás. La niña con su melosa sonrisa le entrego el retoño.
El jardinero que no salía de su asombro ante el atrevimiento de ver invadida su intimidad, se dirigió apresuradamente hacia un lugar recóndito del jardín y cortó la rosa más bella que encontró; regresó a la glorieta y entregó la flor a la muchacha mientras comenzaba a notar una extraña emoción reconfortante que no había vuelto a sentir desde que era niño. Era una sensación familiar, cuando de niño asía la mano protectora de su madre mientras le arropaba la cabeza contra su pecho cuando estaba enfermo y notaba el fresco aroma a jabón de sosa cortejado con fragancias de espliego y romero. La nostalgia le sobrevino de golpe, surgiendo del lagrimal de sus ojos una gota de amarga melancolía que cayó sobre la manita de la niña.
Ella reaccionó al instante, justo en el preciso momento en que una de las espinas de la rosa pinchó su pequeño dedo, brotando de él,una pequeña gota de sangre que manchó el esqueje. La niña se asustó, palideció; el rostro se le desencajó de tal modo que perdió repentinamente todo el esplendor que tenía. De repente corrió de nuevo hacia la muchedumbre que todavía se agolpaba, desapareciendo tan misteriosamente como llegó. El hombre corrió para verla marchar, pero había desaparecido. Quiso alcanzarla para consolarla y curarle la herida, pero desapareció sin ni tan siquiera dejar casi ninguna pista de su presencia. Solo aquel presente manchado de sangre con que le había obsequiado y su familiar fragancia., era lo único que quedaba de ella.
Los días siguientes el jardinero estuvo impacientemente esperando alguna noticia de la pequeña, pero ésta no daba señales. No entendía el por qué de esa reacción; quizás aquello podía significar algo para la pequeña. La Rosa: tan bella, tan agraciada, tan dañina y tan cruel en sus espinas. Reina de las flores; húmeda, fresca de asombrosa y aromática esencia, pero de efímera hermosura, había herido el corazón de la niña. Quizás para ella presagiaba épocas de tormentos y angustias; de desgracias y sinsabores… pero él era demasiado escéptico para suponer tales simplezas.
Pasaron las semanas y el jardinero comenzaba a impacientarse. A veces salvaba las horas observando el esqueje con especial curiosidad. Y cuando veía la pequeña gota de sangre se acordaba de la forma en que a la niña se le había transformado el rostro, y como la brisa fresca que le había hecho aparecer, un huracán la había hecho huir.
Transcurrieron los meses y el jardinero comenzaba a borrar de su mente aquel hecho que de vez en cuando rememoraba, pero ya de una manera fría y distante, del recuerdo lejano y algo borroso de una niña atrevida, con toda la imaginación de una niña y que no debía dar más crédito e importancia. Sabía que en estos momentos la pequeña estaría en casa con su familia; o en el colegio intentando resolver alguna raíz cuadrada; o reflejando en su diario los secretos sentimientos y sensaciones más íntimos de la inmediata pubertad; o bien ideando con sus amigos algún juego para matar el tiempo. En su cabeza no podía suponer otra cosa que no fuera eso y de que aquel pinchacito no había sido más que un mero accidente sin importancia.
Habían pasado algo más de ocho años y el hombre ya se había olvidado; A veces recordaba aquel día como una onírica sensación de irrealidad que sólo sabía a ciencia cierta que era real cuando observaba la pequeña mácula de sangre en aquel esqueje, que, misteriosamente conservaba el mismo aspecto que el primer día y guardaba la misma secreta esencia. Hacía mucho tiempo que lo había colocado en una zona oscura y recóndita del jardín, apoyado en uno de los muros que lo delimitaban. Y allí, solitario y medio abandonado, sin más uso que el de estar allí, la vida le transcurría.
La gente seguía agolpándose para apreciar el lugar, sobre todo en las épocas floridas donde se podía notar su encanto. El jardinero seguía intentando no hacer caso e ignorar a la muchedumbre, aunque sí se había percatado curiosamente de una extraña y harapienta muchacha que se paraba tímidamente de vez en cuando, incluso en aquellas épocas en las que el jardín lucía menos. Uno de esos días de primavera cuando el sol estaba en su cenit, mientras el jardinero estaba reposando de su ardua labor, y solo quedaban algunos curiosos, la harapienta muchacha entró y se dirigió al hombre con la mirada fija en él. Éste, al verla, se sorprendió de la misma manera que el día que había entrado una pequeña niña y le había entregado el brote. Su aspecto dibujaba la mirada vacía, triste y sin vida; los ojos postrados sobre las pálidas mejillas, sus cabellos eran de un cobre apagado, y su rostro describía un rictus duro, rígido, marcado por la desgracia; sus manos, eran débiles y transparentes; era como observar al trasluz una radiografía, donde se señalaban las líneas de sus azuladas venas. La ropa raída por el paso del tiempo, describía unos perfiles suaves de un pasado esplendoroso; su caminar era lento pero refinado y sus gestos dibujaban suaves, perfectas y elegantes figuras.
¡Aquella muchacha, su mirada!... se quedó helado como un témpano de hielo al contemplarla, como si de un fantasma se tratara. Un aluvión de sensaciones le recorrió la columna; un sudor frío exhaló de sus mismas entrañas y un ligero mareo le hizo tambalearse, apoyándose en el esqueje donde casualmente su mano dirigió.
La muchacha le asió por el brazo con sus transparentes manos y lo incorporó mientras le inyectaba una mirada dulcemente amarga y le esbozó una ligera sonrisa que reconfortó al jardinero. Ella extrajo entonces de sus harapos, un pequeño cuenco de madera recubierto de un metal tan cobrizo como su pelo y se lo entregó. El hombre sin mediar palabra, agarró el cuenco y se acercó al pozo del que manaba constantemente un agua plateada y limpia, y le dio de beber. La muchacha con un gesto de asentamiento lo aceptó agradecida, mientras el jardinero impávido veía surgir de la gota de sangre del esqueje el primer brote. Inmediatamente, agarró el plantel y lo colocó en el centro de la glorieta, mientras la muchacha lo seguía con la mirada viva que había florecido al tiempo que el esqueje, de sus apagados ojos, y se apresuró a plantarlo; pero al terminar la muchacha había desaparecido. La había reconocido. Era aquella niña hecha mujer que un día entró en su vida. Su dulce y esplendorosa niñez se había transformado en amargura y la vida la había castigado, mientras que él, en su edén particular, se había resguardado de los avatares de la existencia. Se preguntaba qué sucesos le habrían ocurrido; qué le habría conducido a semejante estado de desaliento; cuál habría sido la causa de su desgracia. Pensó entonces en la flor que él le regaló y la herida que le produjo en su pequeño dedo. ¡Si apenas fue un pinchazo!- rumiaba- pero el caso es que la muchacha había sido víctima y verdugo de su vida. Y se había vuelto a ir, cual ave migratoria que abandona el frío averno para retornar en los primeros ciclos de la primavera.
Adusto, taciturno y decaído por la nueva experiencia,- pero esperanzado de que la vida sea una especie de péndulo que gira constantemente y que vuelve al mismo punto de partida para reanudar su camino- tenía la completa seguridad de que tarde o temprano volvería a aparecer la muchacha. Notaba una sensación de preocupación de no volver a ver jamás a la joven y de que fuese su fin. Esto lo desesperaba enormemente de tal manera que, muchas noches, no podía conciliar el sueño y se le estremecían las entrañas debido a la impotencia de pensar que le estuviera ocurriendo algo a la desventurada muchacha. El cariño que le había tomado era tal que, en consideración a ella, debía centrar todo su esfuerzo en satisfacer la necesidad de cuidar aquel retoño.
Después de aquello, trabajó árduamente para que el esqueje siguiese su crecimiento; casi dedicaba todo su tiempo a la esmerada labor, abandonando el resto del jardín a su suerte, sin casi percatarse de que este no se auto-mantendría de manera espontánea y de que alguna de las plantas más sensibles, comenzaban ya a perder su esplendor. Aunque, posteriormente compartía su tiempo entre una labor y otra, dedicaba casi todo el trabajo al cuidado del plantel. El jardinero veneraba aquella protuberancia que manaba aferrado a las entrañas de la tierra, fruto del entero y esmerado cuidado; como aquellos remotos fieles que adoraban al astro rey alrededor de la megalítica edificación de piedras hipnotizados por su magnetismo.
Pasó el tiempo y el recuerdo de la muchacha seguía tan vivo como el primer día. Veía crecer el esqueje que ya no era tal, sino un frondoso, robusto y bello árbol que, día a día cobraba más esbeltez y en él le parecía reconocer a la joven, pero no con aquel mortecino semblante sino con la belleza viva que él deseaba imaginar. El jardinero observaba como crecía el árbol a la par que él envejecía y sus fuerzas se apagaban, pero a cambio había recibido la serenidad propia de quien con el paso del tiempo gana en madurez y sabiduría. El jardín y él estaban envejeciendo juntos, y ambos llegaban al crepúsculo de su vida. Y las flores del jardín, - algunas ya ajadas por la dejadez del inconstante cuidado- habían perdido su fragancia.
La gente se había desinteresado por el otrora maravilloso Edén; anacrónico y solitario en un mundo iracundo y convulso, desprovisto de sensibilidad, era un oasis perdido en medio de un desierto, cuyas arenas guiadas por el Simún lo habían cubierto de desazón.
El jardinero observaba con nostalgia la imagen de aquel paraíso perdido, que impotente, a veces intentaba recobrar. La tristeza lo rodeaba, pero siempre le quedaba el árbol, el fastuoso y maravilloso árbol que el azar- ó quizás no- había traído como brisa de Mayo y es en quien buscaba consuelo debajo de la última esperanza que le quedaba. Sí, había sabiduría, experiencia, madurez, serenidad, pero había algo que en el ocaso de su vida, le obsesionaba: su soledad. Una soledad que no le había preocupado, porque el jardín era su compañía, su razón de ser, su sueño, su realidad; pero el jardín agonizaba lentamente y el hombre ansiaba escucharlo, pero este ya no le hablaba. Sus declamaciones se habían apagado y su silencio,-ese silencio que era su mejor contertuliano - se había vuelto lúgubre. Ya no había color; era como ver una imagen en sepia de una fotografía antigua, cuyos contrastes ya se han agrietado y su forma octogonal, casi perfecta, se estaba desfigurando. No obstante, el majestuoso árbol sobresalía en medio de aquel vertedero de amargura. El cansado jardinero, con los cabellos grises, la piel ajada y blanqueada, la mirada perdida, buscaba bajo el árbol los rayos de sol que se filtraban a través de las verdes hojas en un intento de recobrar vagamente algo de la juventud perdida, mientras veía pasar la vida, esperando, repasando, recordando tiempos mejores, musitando palabras de alivio. Había perdido el tren y era tarde. ¡Sólo se limitaba a esperar y esperar! Y en su espera soñaba. Y en sus sueños aparecía la imagen viva de aquella bondadosa y bella niña que le entrego la desdicha de su vida. Desdicha y alegría a la vez porque le había dado una razón de lucha. ¡Soñaba! Y soñaba y esperaba a la harapienta muchacha de aspecto inerte a la que el agua le había devuelto la sonrisa apagada y la existencia, al tiempo que el brote había renacido. Amaba y veneraba al árbol, porque el árbol era la joven.
En sus oníricas fantasías veía acercarse a una bella mujer tan anciana como él, de mirada profundamente viva y una sonrisa tierna que al contraer la comisura de los labios, le mostraba las delicadas grietas de sus arrugas, mientras que, de entre su níveo vestido de satén, extraía y le obsequiaba con la más bella rosa que jamás había conocido. ¡La Rosa; la belleza; la fragancia; la razón de su desazón; la belleza efímera; la soledad marchita! ¡Esperanza y desgracia; timidez y desvergüenza; rocío y escarcha; bella y mustia... ¡Que flor más antagónica!- creía pensar- Y la anciana le ofrecía agua en un cuenco de madera recubierto de un azogue tan plateado como sus cabellos, y él la miraba sintiendo un incontable placer mientras las manos de la mujer le asían la suya y lo levantaban. Entonces aquella sensación de soledad se esfumaba y flotaba en medio de una atmósfera en la que los miedos desaparecían y los sentidos perdidos volvían a florecer y las fuerzas retornaban y ambos recorrían el sendero del jardín y se alejaban. Y soñaba mientras marchaban que, al tornar la vista atrás, el jardín se esfumaba tras de sí y desaparecía, al tiempo que el árbol permanecía allí, impertérrito, majestuoso, con las ramas proyectadas como saetas al firmamento.
El jardín había desaparecido y el jardinero se había marchado, pero ¿había existido alguna vez el jardín? Había sido su fantasía y había trabajado en ella, pero había desaparecido. Un sueño que había estado elaborando desde siempre; un ilusión que sólo era un quimera; un esbozo que había dibujado sobre un irregular lienzo provisto de falsas ilusiones que le resultaron tan atractivas, que había sucumbido a ellas y que cuando se quiso dar cuenta ya era demasiado tarde.
En aquel universo que él había creado, no cabían más realidades que las suyas propias. Un mundo ficticio, imaginario, deformado e irreal, pero a la vez como algo que sólo a él le pertenecía y que nadie le podría arrebatar; ni siquiera la muerte. Porque era suyo y suyo sería para siempre. Por eso, jamás se supo si había existido realmente aquel Edén. Nadie podía saberlo puesto que nadie lo había visto, ni tan siquiera hubieran supuesto que allí hubiera existido algo. Sólo en medio de aquel imaginario caos; implacable, dominante y de origen incierto, regía el árbol que el jardinero plantó.

dimarts, 5 de maig del 2009

Memoria

El otro día caminando, percibí una fragancia familiar que me evocó sensaciones pasadas y me hizo pensar. Y pensar es algo que hacemos constantemente ¿o no? Bueno no siempre. El caso es que ese aroma me sedujo creando en mí un sentimiento de añoranza que está: entre la nostalgia de un pasado que no viví y la alegría de lo vivido. Es una sensación extraña pero no menos reconfortante, que aparece en los momentos de plenitud en los que una persona se encuentra de golpe consigo misma. Y entonces empiezas a recordar quién eres, por qué estás allí y de dónde provienes; o ese eterno dilema de “de dónde venimos y hacia dónde vamos”. Pero no, no voy a ser pesado con cuestiones metafísicas de ningún tipo, ni absurdos patriotismos. Las emociones y sentimientos se conjugan formando un cóctel de recuerdos que se acentúan cada vez más, a medida que los hechos y circunstancias nos vienen a la memoria; incluso aquellos que aun sin conocer, nos parece haber vivido. Quizás todas estas sensaciones las llevamos en los genes y claro está, incluso allí, donde moramos, notamos la presencia compartida de otros lugares.

El mundo se ha construido de constantes idas y venidas; de personas que dejan sus hogares para llegar a otros destinos, con la plena incertidumbre y el riesgo a lo desconocido y lo novedoso. Yo, como tantos otros, desciendo de esas personas que un día se despidieron de su tierra, sus amigos y sus familias, en busca de un trabajo; de una nueva oportunidad y de nuevas ilusiones que, ciertos acontecimientos pasados de los cuales no deseo comentar ahora, habían provocado. Aquellas personas tuvieron que adaptarse a circunstancias realmente adversas: unas veces a las incomprensiones debido al desconocimiento mutuo entre formas de vida diferentes o a un lenguaje distinto que mermaba la comunicación entre las personas. ¡Exiliados ó emigrantes dentro o fuera de su propio país! Pero no se amedrentaron y siguieron adelante.

Hubo quien a la primera de cambio regresó, otros estuvieron a punto, pero la mayoría siguió, no sin un cierto resquemor a la nueva vida y con grandes dosis de añoranza hacia su tierra. ¡En sus maletas de cartón asidas con ligaduras de filásticas, yacían todos sus bienes; sus pocas posesiones, sus sueños e ilusiones y el alma resquebrajada! Pero, a pesar de todo, les quedaba algo difícil de arrebatar: ¡el recuerdo!

Con el corazón en un puño y la mirada perdida en el horizonte, con la perplejidad de una vida extraña, el incómodo y lento tren de asientos de madera se alejaba lentamente mientras contemplaban su vida pasar de largo. Por un momento, y teniendo todavía a la vista los tejados de las últimas casas, la tentación de apearse crecía por momentos con la intención de bajarse en la próxima estación y regresar a pie si era necesario. Pero con no poca voluntad, cerraban los lagrimosos ojos y lentamente las ventanas de su tierra se iban cegando, cercándose aún más su esperanza. Con la mente casi en blanco pero con un haz de luz en el pensamiento, sólo cabía una pregunta: ¿cuándo llegaría el momento de regresar?

Pasaba el tiempo y poco a poco esas personas se iban asentando -no sin dificultades - a la nueva vida. Pero hay algo que nos hace ser diferentes a los demás seres del reino animal: nuestro poder de adaptación al medio que nos acoge.
A medida que el tiempo transcurría se hacían un hueco en aquel lugar, e incluso se implicaban en los problemas más cercanos. Hasta la nueva lengua era practicada y defendida por los nuevos habitantes. La complicidad era mayor y el cariño hacía lo nuevo aumentaba. Pero, incluso en esas circunstancias y con las familias reunidas en el mismo techo, no había otro tema de conversación que no fuera el de la tierra abandonada; sus historias habituales, sus chascarrillos, sus fiestas populares y de guardar; sus comidas, los problemas del campo, e incluso la última defunción del “tío fulanito” o la “tía menganita” ya octogenarios, que fallecieron de ancianidad; las tierras perdidas por el abandono otrora frondosas, donde aquellos arrieros de antaño llenaban de vida y actividad, su rico y sereno transitar.
Y así pasaban el tiempo con sus paisanos; siempre pensando en las próximas vacaciones para regresar nuevamente.

Las personas volvían cada año a ver a sus familias y amigos que permanecieron allí. Y estos esperaban la llegada, ya anunciada por carta, de sus parientes los de la “capi”. ¡Y esos de la capi qué ahora tenían el corazón compartido entre la tierra de acogida y la tierra amada! Hubo quien incluso, desde el primer momento y una vez alejados de su lugar de origen, renunciaron a él. Otros en cambio iban cuando las circunstancias lo permitían y es que cuando se tiene apego algún lugar, es indiferente el tiempo que uno pase sin volver. Podrán transcurrir dos, tres años, un lustro, tal vez dos e incluso más. Pero al final siempre se regresa aunque sea con el “alma”. Y se regresa con nostalgia y alegría a la vez. Porque hay algo que te liga: no sólo el entorno paisajístico de su propia naturaleza viva, libre todavía del expolio de la especulación –¡y qué esta no llegue nunca!-, sino el profundo recuerdo de las personas amadas, que un día se quedaron en el trayecto de vuelta siendo sus destinos meros números de registro en aglomerados camposantos; aunque su espíritu, su recuerdo y la devoción hacia ellos sigan vivos en cada uno de nosotros.
Por eso, citando y plagiando levemente al escritor, y, desde lo más hondo de mi, desearía recordar: “¡Ese lugar de la sierra de cuyo nombre yo si quiero acordarme!”

dilluns, 20 d’abril del 2009

Vivir en el mundo, como si no fuera el mundo, respetar la ley y al mismo tiempo estar por encima de ella, poseer, «como si no se poseyera», renunciar, como si no se tratara de una renuncia…

"Tractat del Lobo Estepario"- Hermann Hesse

dilluns, 9 de març del 2009

Pasión

  • La convivencia

XC. que era así como lo llamaban, apenas había llevado una vida serena hasta que pasó más allá de la treintena. Aunque supo esconderla perfectamente ante los demás. Se presentaba como un buen ejemplo de joven a seguir, y era el encanto de sus conocidos: discreto, cordial, cariñoso y para las jovencitas bastante agraciado. Aun a pesar de su aparente falsa personalidad, en el fondo no era más que una encubierta timidez. Ello le confería cierta discreción y reserva. Le importaban un bledo los desaguisados de los demás y como tal, le molestaba que la gente le preguntase salvo lo imprescindible aunque intentaba no demostrarlo saliéndose por la tangente. Quizás por ese motivo sabía llevar su vida, un tanto dispersa, al margen de los comentarios vecinales salvo aquellos que le interesaba realmente revelar.


Era ese tipo de persona en quien se le podía confiar cualquier tipo de secreto. Su discreción era casi absoluta y esto concedía una confianza a las personas que a él se le acercaban con cualquier problema que no suscitase comentarios a terceros. De alguna manera la gente se desahogaba con XC. de manera aconfesional sin tener que pasar por las patéticas reprimendas de los clérigos. Porque sabía de antemano que un mal comentario por parte de ese tipo de oficios, podría conferir un problema mucho más grave: hacerle pensar al sujeto que el pecado estaba en él, con el agravante de provocarle un estado anímico perjudicial.


En cierta ocasión, una de sus vecinas, le reveló con cierto pesar, que su vida no era todo lo placentera que ella deseaba. Su marido se pasaba las horas en el bar con los amigos discutiendo la jornada futbolística del domingo y los problemas de su club, mientras ella se pudría en casa viendo los denigrantes programas vespertinos de la televisión. Luego a preparar la cena, con el fin de que estuviese apunto cuando el volviese, plancharle la ropa y limpiarle la mierda. Y este cuando llegaba, cenaba y se iba a la cama para seguir con el debate futbolístico como radioyente. Los fines de semana eran peor, había además competiciones de motor. Eso sí, para compensarla, la sacaba a pasear y más tarde a tomar el aperitivo, donde se quedaban con dos parejas más. Pero además tenía que soportar, ahora en vivo y en directo las entrañables argucias de los equipos de la fórmula 1 en boxes. Y de ellas tenía que aguantar las caquitas y odiseas de sus pequeños replicantes.

"En fin una mierda de vida"- musitaba con lágrimas de amargura. Así que buscaba de vez en cuando el desahogo fuera del ámbito conyugal. Estaba de alguna manera atada de pies y manos y por el momento no podía hacer nada mejor. La entendió y se compadeció de ella. Se le ocurrió la idea de invitarla a su casa a tomar una tila, dado el nerviosismo que percibía en ella. Las conversaciones con las que ella estaba poco habituada, los temas que trataron frivolizando a cerca de su conservadora y frustrante vida, hicieron que ambos acabasen riendo a carcajadas. Todo decir, que al cabo de un rato, estaban los dos en la cama haciendo el amor, hasta que ella tuvo que irse a reanudar los designios de su melancólica y tediosa vida.

  • La fe

¡…Y el verbo se hizo hombre…!

Fue en una Semana Santa, cuando XC. tuvo una verdadera experiencia religiosa. Él, ateo y anticlerical, se había trasladado a uno de esos lugares en los que se hace boato religioso a niveles de fundamentalismo; no para apreciar precisamente el ambiguo sentimiento hacia ídolos de cartón piedra, - ceñidos de una amalgama de mantos y objetos de extremado valor que sacarían de la pobreza a más de un desgraciado- sino, para mofarse de la parafernalia ecuménica diaconisa. Una de esos eventos que él criticaba, como: "acontecimientos anquilosados más propios de un pasado que consideraba no muy lejano" y de la doble moral beatífica de sus abnegados seguidores que, con su emocionante fervor, pretenden ganarse las puertas de la gloria.

Junto con doce compañeros, se había disfrazado de capuchino y había recorrido las calles de la ciudad de tasca en tasca. Portaban copones de orujo y resolí en las manos encallecidas, debido a las baquetas de los estruendosos timbales. Y para cuando amaneciese ya llevarían un alto grado etílico en la sangre. Él, sus doce amigos y otras señoritas de buen ver, entre ellas su novia, se dirigieron hasta la Catedral para recibir la salida del Nazareno. Si bien, uno de sus doce colegas no quiso seguir y disimuladamente se retiro, aunque XC. ya lo había advertido.

Durante el camino, se cayó varias veces y en una de ellas se había clavado restos de vidrio de las botellas rotas que se habían lanzado, provocándole profundas heridas en las palmas de las manos. En uno de esos desplomes, un individuo que pasaba por allí, se acercó, le asió por las manos y le ayudó a incorporarse, no sin esfuerzo. Él se lo agradeció con un gesto de asentimiento, mientras el hombre le miraba a los ojos con calurosa ternura. Sin mediar palabra, se alejó desapareciendo entre la muchedumbre, tan de repente como había aparecido. Quiso seguirle para hablar con él, porque sin duda, le recordaba a alguien, pero el estado etílico era tal que se quedó inmóvil temiendo caerse nuevamente.

Cuando llegaron a su destino, XC. se tambaleaba entre el gentío, que esperaba piadosamente a que apareciese el "Salvador" por el portón de la Seo. Su falta de respeto hacia las Sacras tradiciones, hizo que muchos enfureciesen, actuando de forma violenta e incontrolada, propinándole una suerte de agresiones: entre empujones, patadas, puñetazos y esputos, todo en medio de un chaparrón de insultos y graves ofensas. Como pudo, se zafó del iracundo gentío, hasta llegar a la puerta del Santo lugar. Encaramándose entonces al pedestal saliente de una de las jambas del pórtico anterior, por donde debía salir la procesión, abrió los brazos, y orientando la mirada hacia el cielo, se dirigió a toda aquella hostil muchedumbre bendiciéndolos con una sarta de improperios, obsequiándoles finalmente con un rotundo “hijos de Dios” - un eufemismo propio de su ironía.

El objeto lanzado desde alguna dirección, impactó contundentemente en su cabeza dejándolo inconsciente. En ese momento cantó el gallo, se abrieron las puertas de la basílica y el Cristo en la cruz apareció por ella herido de muerte. Entre sollozos y saetas improvisadas, recibieron al ídolo de cartón piedra en medio de una atmosfera de inquietante silencio sepulcral, que a muchos les ponía los pelos de punta.

No fue tanto el golpe como la ingestión de alcohol, lo que le provocó el coma etílico que le postró en un catre del hospital durante tres días, sin saberse si iba a despertar o no. Cuando al tercer día su compañera y su madre, fueron a visitarlo, se encontraron con la camilla de la UCI, vacía. El susto fue descomunal y temieron lo peor. Pero en ese momento uno de los médicos de guardia que pasaba por allí, las tranquilizó diciéndoles que no se preocupasen, que no pasaba absolutamente nada y les reveló lo ocurrido: "En el silencio de la noche y cuando los pasillos se hallaban solitarios, algo perturbó la paz reinante. El pitido y la luz roja que apareció en el monitor, alertó a la enfermera que se encontraba de guardia. Esta, acudió inmediatamente al aviso de alarma de la habitación 333 y lo único con lo que se encontró, fue una cama vacía y los soportes colgando, del suero que lo alimentaba”.

Lo había encontrado desnudo en el cuarto de baño con la mirada fija y perdida ante el espejo, mientras el foco le iluminaba el mortecino rostro. La emanación de sudor del tiempo transcurrido en el catre, había dejado su silueta perfectamente impresa sobre la sábana. La enfermera dio el aviso al médico que inmediatamente se personó en la estancia y con la ayuda de varios celadores lo subieron a planta, donde reposaba fuera ya de todo peligro. Ambas mujeres creyeron oportuno que debía descansar y que lo verían en otro momento. Ahora que sabían que estaba en buenas manos, no debían temer nada. Así que tranquilamente regresaron a comunicar al resto de sus amigos la buena nueva de su mejoría. Fuera ya de peligro, era cuestión de días su regreso a casa.

Desde aquel momento su vida se iluminó, aunque en sus entrañas fluían turbaciones de eterna insurrección. El resto…¡es leyenda!

Oleaje prólogo


  • La tormenta

El viento azota con fuerza mientras una densa y virulenta espiral de nubarrones negros envuelve la tierra bajo una lóbrega atmósfera. La espesa cortina de lluvia, impide apreciar todo lo que ocurre en cubierta; las olas, en cada embestida, engullen la embarcación haciéndola casi zozobrar, ante el iracundo abordaje que proyecta el cielo con un torrente de incandescentes saetas que impactan en el casco del navío. Una de ellas alcanza de lleno el trinquete partiéndolo en dos y cayendo ineludiblemente sobre el puente, destrozándolo. Dañado por la banda de estribor, el bergantín comienza rápidamente a ver inundada su bodega; ¡la sentina no ha dado abasto para drenar toda el agua que penetra a borbotones y hace peligrar el buque! El marinero, con un cabo aferrado por la cintura a una de las bitas de babor próxima a la proa, observa inmóvil y angustiado, como el patrón de ambiguo rostro, ha abandonado la cubierta superior, desembarazándose del timón y dejando la embarcación a merced de la tormenta. Se da cuenta entonces que se ha partido la cangreja de popa y la botavara se ha desplazado hacia donde estaba. Posiblemente lo haya golpeado – afirma no sin dudas.

Ya a la deriva, el barco es embestido nuevamente con fiereza, escorándolo más hacia estribor hasta casi hundirlo. El patrón, a quién el marinero no ha podido distinguir, ha desaparecido. Aunque este transita la nave con la mirada, no hay rastro del oficial. La embravecida mar lo ha engullido, cual animal devora a su presa sin apenas darle una oportunidad para defenderse. Pero el marinero insiste en adivinar quién es, a la vez que se aferra con más ahínco a una de las defensas que ha saltado sobre la cubierta; no desea ser también zambullido. Mareado y aturdido por tan ingrata experiencia, siente la extraña sensación de estar midiéndose con todos los dioses paganos de la naturaleza al antojo de Pandora; como si al volver abrir su caja hubiera vuelto a liberar todas las horribles desgracias (la vejez, la enfermedad, la fatiga, la locura, el vicio, la pasión, la plaga, la tristeza, la pobreza, el crimen…). que, auspiciados por Tifón y Equidna, Ortro y la Quimera, Cerbero y otros monstruos - bajo una gran coalición - se hubiesen unido en una colosal batalla contra él, sin ni tan siquiera poder contar con el auxilio de Heracles y Belerofontes a lomos de Pegaso, que con su lanza de punta plomada pueda contenerlos.

Se pregunta que, a qué viene todo este caos; qué es lo qué está ocurriendo; qué extraña vivencia… y por qué…Sospecha entonces que, todo este particular infierno que está experimentando, es una reprimenda hacia la humanidad por sus maléficas acciones y, las consecuencias propias con que la naturaleza se torna contra ellas. Intenta entenderlo. Pero, él es el único que está en este caos, con lo cual debe ser el único culpable de las atrocidades que el hombre haya ocasionado. "Entidad única y única es mi creación".< ¿Pero qué pienso? – se pregunta- ¡estoy delirando…! ¡Esto no puede estar pasando! Además yo no soy Dios. ¿Por qué entonces está tolerando todo esto? Creo que siempre he luchado por todo aquello que Él ha consentido en este miserable mundo>. Por eso no comprende, el por qué de semejante escarmiento. ¿Y entonces…? ¿No hay nadie más que yo en este mar de tempestades? ¿Acaso soy el chivo expiatorio que ha de rendir cuentas ante el inquisidor de semejante dispendio? ¡Pues no! - Se revela pero no sirve de nada.Lucha y rumia contra el propio destino, ¡incierto! Sí, y casi siempre cruel.

Reflexiona- ¿a caso no somos nosotros los dueños de nuestra existencia, de nuestra manera de vivir, de todo lo que hagamos en ella, y por ende de nuestro final? Sí, pero a veces somos peleles ¿de quién?... ¿de nosotros mismos? ¿Y si no aceptamos el juego? ¡qué extraño es todo! Insignificantes peregrinos que nos sometemos a la voluntad marcada de mundos artificiales, ilusorios, que nos consuelan haciéndonos creer grandes, mientras nos dejamos arrastrar por ríos de lodo que acaban siendo reductos de putrefacción, ciénagas envenenadas, vanos espermas de sueños inalcanzables…y al final de todo ¡nada! Y cuando finalmente admitimos lo simples que llegamos a ser ya es demasiado tarde. El final se acerca y no podemos evitarlo. Y en un acto de autoestima recapacita sobre la idea de que de vez en cuando, sería un sano ejercicio ser un poco objetor. No ir contracorriente, pero jamás dejarse arrastrar por ella.


Inmediatamente arrincona de golpe sus paranoicas y desordenadas reflexiones, más propias del tenso momento que está viviendo, que de una cuerda, analítica y metafísica meditación sobre los pormenores sociales de la vida. Por un instante, y a través de la espesa cortina de agua y niebla, le ha parecido advertir nuevamente la presencia del capitán. ¡Y siente que éste está vivo! Le reconforta entonces la idea de que todavía hay esperanza de identificar su rostro, aunque es absurdo porque su principal objetivo es salir de allí - ¡si es un sueño desearía despertar ya!- declama angustiado. Pero de momento la pesadilla existe, y allí ha de permanecer.Agudiza más la vista, y parece que lo ve algo más claro. Observa entonces, algo que lo impresiona todavía más y más.

El patrón está empuñando entre sus manos un tridente y, sus extremidades ya no son piernas, sino más bien dos escamadas aletas de tritón, que con su concha de caracola, orquesta una melodía sobre la cubierta mientras es escudado desde las bravas aguas por seductoras sirenas con sus embriagadores, armónicos y bellos cantos. El hijo de Poseidón y Anfitrite! Y las tres sirenas, Licosia, Ligea y Parténope - exclama - ¡No!, ¡no puede ser!, ¡sigo soñando! Intenta taparse los oídos para no escucharlas, pero a la vez no se debe desligar y ha de soportar la embrujadora sinfonía. Por un momento parece perder la consciencia debido a su seductor e hipnótico canto. Pero su instinto de supervivencia le hace reaccionar ante el infalible, inminente y dramático final. Mira al tritón y se percata del rostro que hasta ese momento le aturdía. Le petrifica observar al tiempo un perfil de aspecto endiablado, parecido a esas gárgolas que engalanan los capiteles de las columnas en las catedrales del gótico, y se estremece al ver que los pequeños y ensangrentados ojos punzantes del tritón, dirigen la mirada hacia él. Inmóvil y todavía aferrado a la cornamusa, aparta la vista para no mirar. Todo esto le parece demasiado terrorífico y no comprende absolutamente nada. Aun así y en un impulso de arrojo,decide volver a echar un vistazo al tenebroso semblante que se ha vuelto a transformar; ¡ahora cree reconocerlo! Pero no está seguro. La espesa niebla difumina su imagen nuevamente.

  • La calma

Repentinamente, la enfurecida mar parece abonanzarse; como si la melodía interpretada por el tritón y las sirenas, hubiese calmado la tormenta de tal manera, que la mar se ha convertido en una balsa de aceite; el barco se ha estabilizado, aunque la oscuridad continúa siendo infernal. Hay tranquilidad y los sentidos se agudizan. Se pregunta si tal quietud será el preludio de algo peor. Desde siempre se ha dicho que después de la calma llega la tormenta o ¿era al revés? Está cansado y no puede pensar. El cielo ha cambiado de tonalidad y a través del turbio tapiz que envuelve el escenario, se comienza a vislumbrar una ligera luz que en forma de saeta atraviesa el limbo, hendiéndolo y permitiendo que la vida retorne de nuevo, en forma de arco-iris. El marinero, se percata que, desde la lejanía, se atisba una embarcación. Le parece ver un drakkar vikingo. Los conocía, pero creía que solo estaban en los museos. Se apresura a pedir auxilio, pero nota una sensación extraña. De entre la nacarada y lúgubre niebla, que envuelve al entorchado bajel, surge en su cubierta una espesura aún más blanquecina, donde doce bellas amazonas sobre doce corceles de bellísima estampa y dispuestas en círculo, se aproximan con presurosa calma. ¡Parecen valquirias...!- duda el marinero - ¿qué está pasando ahora? ¿Esto, no se acabará nunca? Pero al notar tal torrente de paz, se relaja. Se ha soltado de la cornamusa y se ha dirigido al bauprés con gesto cansino, desde donde observa entre atónito, maravillado y pavorido la presencia de las vírgenes guerreras comandadas por Freyja. Esas deidades, quienes rescatan a los héroes caídos en combate para conducirlos en un luctuoso lance funerario al paraíso del Valhalla, morada de Odín, donde serán bienvenidos por Bragi, su hijo. Un nuevo congojo le aturde, temiendo ser él a quien se hayan de llevar. Pero él ni es guerrero ni está muerto ¿o sí? Se estremece y cierra los ojos. De repente, ya no está en la embarcación, sino en el bajel de las diosas que giran alrededor suyo deleitándole con una vigorosa danza. Dirige una mirada de agonía hacia el barco donde…¿¡su padre… su padre es el capitán y el tritón al mismo tiempo!? Lo observa mientras con firmeza agarra el tridente. Por un instante la mirada del marinero se desvanece y al recobrar el sentido advierte que ya no está en el bajel de las diosas. - ¿cómo es posible? Pero no es a él a quién se han de llevar, sino a su mentor y guía en su existencia; a aquel, quien realmente le dio la vida.

Con estupor contempla como su padre: el capitán, tritón, se aleja en medio de las exequias que le ofrecen las bellas deidades.Con patente impotencia intenta alcanzar la nave, y asido al bauprés, desde la otra embarcación, con la cubierta ya casi sumergida, intenta extender el brazo en vano para llegar a tocar la mano de su padre y evitar que se lo lleven. Incapaz, lo ve alejarse en un blanco sudario envuelto en llamas. El marinero grita, pero sus sonidos se ahogan en el averno del misterioso escenario. Su padre, ya transformado en padre, le dice adiós desde el bajel pero no lo ve porque las lágrimas que fluyen de sus ojos se lo impiden. Mientras, el drakkar se aleja tan misteriosamente como llegó.Con un aluvión de extrañas sensaciones, reflexiona en medio de tan impresionantes acontecimientos, mientras le sucede por su mente una suerte de pensamientos y vivencias que pasan tan rápidamente que apenas es capaz de detenerse a recordar alguna de ellas. De repente reacciona y madura ante la posibilidad de seguirlo y poder recuperar a su guía y capitán. ¡Pero es imposible! - recapacita; ¡nadie ha vuelto jamás del reino de los muertos!

  • El retorno del caos

Y como si de la continuación de una mala película, donde los hechos transcurren sin demasiado sentido y dejan al espectador perplejo sin entender el hilo del argumento, la tormenta retorna con la misma intensidad que antes. Postrado todavía en la proa, ya sólo piensa en salir de esa pesadilla. Pero no puede mover los pies, es como si una fuerza le atrajese hacia el fondo.
Sin saber cómo, vuelve a estar amarrado a la bita, intenta desligarse pero no es posible. ¡Su lucha es sin duda pueril! Existen demasiados elementos en contra como para poder zafarse. Observa pavorido, como poco a poco el barco se hunde. El agua ya le llega hasta por encima de la comisura del labio superior y no tardarán en entrar los primeros chorros por la boca y la nariz empezando a cubrir sus vías respiratorias.

En un último y sobrehumano esfuerzo, pretende dar una última bocanada de aire pero es tarde, el agua le penetra en los pulmones y vencido se deja llevar. ¡Es el fin!- Piensa- Dentro de poco vendrán a honrarme como han hecho con mi padre. Mientras lo asume, suena un potente estruendo que lo ilumina absolutamente todo y lo desliga del navío emergiéndolo mientras desfallece. (Seguidamente despertó...)

La languidez amorosa es licor que cobra mayor fuerza cuando se trasiega en los oídos de un amigo.

"La isla del día de antes" - Umberto Eco

Stat rosa...


Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.

"EL nombre de la Rosa" - Umberto Eco