La
noche era desapacible, pero ello no impidió que bajase a la calle. Su angustia
de estar encerrado, era mayor que la necesidad de danzar con las inclemencias
meteorológicas. Era uno de esos días de mediados de diciembre, cuando el otoño
declina dando el relevo al nacimiento solar del solsticio de invierno; aunque
ese fenómeno todavía no se había producido. La densa bruma y la constante
llovizna, procuraban una atmósfera agobiante, y la tenue luz difuminada de las
farolas, facilitaba un tono gris-cobrizo. Por aquellas húmedas y resbaladizas calles, no se veía un alma; tan solo, algún que
otro misántropo o parejas de adolescentes que aprovechan la ocasión del momento
para estimular sus efervescentes hormonas, se aventuraban a rellenar ese vacío
que aparentaba un lúgubre escenario del romanticismo gótico.
Anduvo
durante un buen rato absorto en sus pensamientos, dejando que la niebla fuese
un complemento más de su zozobra. Le distrajo la luz intermitente de un
ciclista que pasó rozándole, en el preciso instante que volvía a una aparente realidad. Por un momento pareció desorientado,
porque su caminar le había llevado a callejear sin rumbo alguno. Tras la duda
inicial, buscó una referencia y la encontró en la difusa silueta de un célebre
obelisco de la ciudad, donde confluían dos importantes avenidas.
Continuó
su transitar hasta que fue asaltado por personaje de aspecto extravagante. No
podía precisar si era hombre o mujer, ya que, su equívoca fisonomía delataban una
marcada ambigüedad andrógina. Ello y su arlequinada vestimenta ofrecían una
apariencia si cabe más extraña. Con
gesto histriónico de showman de Music-hall, le señaló una puerta de madera de
roble labrado con el forjado artesanal ya oxidado. No había ninguna indicación
ni letrero que permitiese cualquier reconocimiento. Impulsado por un inusitado
interés, se dejó llevar. Entonces, el arlequín asió la aldaba y llamó tres veces,
a lo que la puerta se abrió sin que le ayudase nadie al otro lado. Su tensión
iba en aumento, pero la curiosidad vencía cualquier atisbo de salir huyendo. Una
vez dentro, el extraño personaje le entregó un tubo con la pomposidad propia del
comediante.
El objeto tenía toda la forma de esos caleidoscopios donde la
visión del mundo se multiplica simétricamente. Escrutó el cilindro con atención
y miro en su interior, pero todo era brumoso como esa noche. El hermafrodita con
gesto mímico, lo guió hasta una sala todavía más oscura. Sentía cierta congoja,
pero siguió hacia delante. Se sentó en una butaca y notó que a su alrededor
había más gente, pero no podía verla, tan solo oía el murmullo de fondo.
El
personaje le instó a que mirase de nuevo a través del cilindro. ¡Increíble! pensó; hacía un momento no se veía absolutamente
nada por aquel aparato y, ahora parecía como si estuviera dentro del mismísimo
ingenio. Observó que no era de esos aparatos que al moverlos varían en un
infinita amalgama de imágenes, sino que, a través del caleidoscopio, veía una
vieja y mugrienta taberna de pueblo que, curiosamente, le recordaba a una que había
conocido siendo muy niño. Obscura, con las paredes encaladas con tinte azul; descorchadas por la dejadez y el suelo de tablas de madera, ya desgastadas, por el
paso del tiempo y la falta de cuidado. La única luz que había, provenía de tres
candiles de propano dispuestos estratégicamente, que daban un ambiente tenue
pero acogedor. La puerta de entrada a la
taberna, era exactamente igual a la de antes. Siguió observando a través del caleidoscopio
y vio a un anciano, detrás de una pequeña barra, que tomaba una botella de vidrio
translúcidamente opaco por la mugre, y servía un líquido transparente que le
recordaba a esas cazallas caseras. Por
increíble que pareciera, le daba la sensación de que podía oír el sonido del
viento golpeando con fuerza contra las contraventanas de la vieja cantina. Notaba, como si a través de las pequeñas
fisuras, penetrara el intenso frío con un silbido sordo que rompía el escaso
murmullo que se generaba. Era como estar en una sensacional sala de cine.
De
repente, sintió un frío intenso y, observó como el tabernero que veía por el
cilindro, se dirigía a él invitándole a que tomase un trago. Instintivamente
apartó el caleidoscopio de su ojo, pero la sorpresa fue, cuando se percató de que estaba dentro de
aquella misma escena. Palideció de manera tan contundente, que comenzó a
experimentar una hiperhidrosis general que se entremezcló con una repentina
micción ¡Aquello no podía ser real! Debía ser un sueño, pensó. De un salto,, se
incorporó de su asiento y al girarse hacia atrás, vio que era la misma butaca
del local. Aquello no era lógico; él que por su escepticismo habría buscado una
explicación lógica a todo aquello se veía impotente ante tal torrente de insólitos
fenómenos.
El
ruido generado, hizo que despertase la atención de un grupo de hombres que se
apostaban en un rincón. En una mesa cuadrada de madera con un tapete verde; cuatro de ellos jugaban a cartas mientras un quinto miraba a la partida apoyado
en una columna. Inmediatamente, el que en apariencia era más joven, alzó la mano, y sonriente lo saludó. Los demás asintieron mientras lo invitaban a unirse a aquel
grupo. El dilema no era el de rechazar la invitación de acercarse a ellos, sino
el hecho de que conocía
perfectamente a todas aquellas personas y que de ellas, precisamente guardaba un entrañable recuerdo; apreciados
seres que habían desaparecido hacía mucho tiempo. Lo asombroso es que sus
miedos iniciales desaparecieron, y se acercó a la mesa. Pero no podía hablar con ellos, ni
ellos con él; la verdad es que allí no hablaba nadie: solo murmullo y una
cierta aflicción en sus miradas, como implorando
una nostálgica vida en su alejado, efímero
e indeformable pasado.
Los
cinco personajes agacharon las cabezas y, con
la mirada ausente, continuaron con la partida de cartas. Él, tocó el
hombro de uno de ellos, pero este ni se inmutó y acto seguido repitió lo mismo
con el resto. Nada, no hubo reacción alguna. Se fue a la barra e intentó hablar
con el anciano, pero éste, absorto,
fijaba la vista en la entrada.
La
puerta de la taberna se abrió bruscamente y una ráfaga de viento penetró en la cantina
extinguiendo la escasa luz de los candiles. A través de la intensa tempestad, apareció
una bellísima dama de un blanco áureo espectacular que, sonriente se dirigió
hacia la mesa, y dulcemente asió la mano de uno de ellos, emprendiendo una
danza a modo de vals, pero sin música. El primer hombre, con un elegante gesto
pero con la mirada lejana, se despidió de él, mientras la dama lo dirigía hacia
la puerta con un armónico compás. Uno a uno fue llevando a todos los presentes
en aquella mesa hacia aquel abismo tempestuoso, salvo al cantinero que parecía condenado
a estar eternamente allí. La circunstancia le parecía tan sumamente onírica, que
no le dio tiempo a reaccionar. Su asombro era tal, que aquellas personas habían
vuelto a desaparecer, tan repentinamente y en el mismo orden, en que lo hicieron
en el pasado. Tras ello, la dama le sonrió. Su mirada era tan dulce como
embriagadora y con una elegancia sublime se acercó a él, lo asió de los hombros y acercó los labios a
los suyos. En ese instante una cortina blanca cubrió su mirada, provocando que su
mente perdiese todo contacto con la onírica realidad.
Lo despertó sobresaltado el timbre
de la puerta de casa. Miró por la ventana, y vio que hacía un espléndido
día, pero estaba todavía ciertamente
aturdido por el inquietante sueño de esa noche. Debió ser la cena, pensó. Tardó
en reaccionar, mientras volvían a llamar a la puerta, golpeándola tres
veces.
Al
abrir la puerta le dio un vuelco al corazón al ver a la dama de blanco con el andrógino
personaje. Sintió alivio al observar que vestían de manera normal y que eran
vendedores de enciclopedias. Aliviado, terminó por comprarles una, y cuando
acabó de atenderles, sintió cierta curiosidad por lo acontecido en el sueño.
Así que, se arregló, salió a la calle, y se fue en dirección al lugar desde
donde había observado el obelisco, pero sería un tanto impreciso porque con una
noche como la soñada se podía perder toda referencia. Una vez llegó al supuesto lugar,
comprobó que allí no había nada más que un solar vacío con un letrero que
anunciaba el inminente proyecto de construcción de viviendas de alto standing.
Por más que rastreó - incluso por las calles adyacentes - no encontró ni el más
mínimo indicio de lo que evidentemente había sido un sueño tan real como
extraño. Lo que si de algo debía sentirse complaciente, era de que su
inconsciente le hubiera hecho retomar el recuerdo perfecto de todas aquellas
personas. Satisfecho y optimista, se dirigió nuevamente a casa disfrutando del
extraordinario día.
Cuando llegó, se relajó y se dirigió a la nevera a por una cerveza. Se sentó cómodamente
en el sofá mientras el áureo y espumoso líquido le regaba la garganta y dirigió
la mirada hacia la ventana para que el sol le penetrase en los poros de su rostro. Todo perfecto hasta que en un
momento dado, la sorpresa se apoderó de él. Se levantó y se encaminó hacia la
mesa del comedor donde, un tapete verde la adornaba y sobre el tapete, la
baraja, la botella de cazalla y el caleidoscopio. Un escalofrío le recorrió el
cuerpo, se le erizó el bello y sintió una presión en el vientre que logró
controlar. Se armó de valor y respiro hondo, asió al cilindro y se lo llevó al
ojo, pero lo que vio a través de él lo dejó petrificado. En el fondo mismo del caleidoscopio
había un epígrafe que apuntaba:
“Gracias
por tu visita. Nos veremos pronto”.