dimarts, 5 de maig del 2009

Memoria

El otro día caminando, percibí una fragancia familiar que me evocó sensaciones pasadas y me hizo pensar. Y pensar es algo que hacemos constantemente ¿o no? Bueno no siempre. El caso es que ese aroma me sedujo creando en mí un sentimiento de añoranza que está: entre la nostalgia de un pasado que no viví y la alegría de lo vivido. Es una sensación extraña pero no menos reconfortante, que aparece en los momentos de plenitud en los que una persona se encuentra de golpe consigo misma. Y entonces empiezas a recordar quién eres, por qué estás allí y de dónde provienes; o ese eterno dilema de “de dónde venimos y hacia dónde vamos”. Pero no, no voy a ser pesado con cuestiones metafísicas de ningún tipo, ni absurdos patriotismos. Las emociones y sentimientos se conjugan formando un cóctel de recuerdos que se acentúan cada vez más, a medida que los hechos y circunstancias nos vienen a la memoria; incluso aquellos que aun sin conocer, nos parece haber vivido. Quizás todas estas sensaciones las llevamos en los genes y claro está, incluso allí, donde moramos, notamos la presencia compartida de otros lugares.

El mundo se ha construido de constantes idas y venidas; de personas que dejan sus hogares para llegar a otros destinos, con la plena incertidumbre y el riesgo a lo desconocido y lo novedoso. Yo, como tantos otros, desciendo de esas personas que un día se despidieron de su tierra, sus amigos y sus familias, en busca de un trabajo; de una nueva oportunidad y de nuevas ilusiones que, ciertos acontecimientos pasados de los cuales no deseo comentar ahora, habían provocado. Aquellas personas tuvieron que adaptarse a circunstancias realmente adversas: unas veces a las incomprensiones debido al desconocimiento mutuo entre formas de vida diferentes o a un lenguaje distinto que mermaba la comunicación entre las personas. ¡Exiliados ó emigrantes dentro o fuera de su propio país! Pero no se amedrentaron y siguieron adelante.

Hubo quien a la primera de cambio regresó, otros estuvieron a punto, pero la mayoría siguió, no sin un cierto resquemor a la nueva vida y con grandes dosis de añoranza hacia su tierra. ¡En sus maletas de cartón asidas con ligaduras de filásticas, yacían todos sus bienes; sus pocas posesiones, sus sueños e ilusiones y el alma resquebrajada! Pero, a pesar de todo, les quedaba algo difícil de arrebatar: ¡el recuerdo!

Con el corazón en un puño y la mirada perdida en el horizonte, con la perplejidad de una vida extraña, el incómodo y lento tren de asientos de madera se alejaba lentamente mientras contemplaban su vida pasar de largo. Por un momento, y teniendo todavía a la vista los tejados de las últimas casas, la tentación de apearse crecía por momentos con la intención de bajarse en la próxima estación y regresar a pie si era necesario. Pero con no poca voluntad, cerraban los lagrimosos ojos y lentamente las ventanas de su tierra se iban cegando, cercándose aún más su esperanza. Con la mente casi en blanco pero con un haz de luz en el pensamiento, sólo cabía una pregunta: ¿cuándo llegaría el momento de regresar?

Pasaba el tiempo y poco a poco esas personas se iban asentando -no sin dificultades - a la nueva vida. Pero hay algo que nos hace ser diferentes a los demás seres del reino animal: nuestro poder de adaptación al medio que nos acoge.
A medida que el tiempo transcurría se hacían un hueco en aquel lugar, e incluso se implicaban en los problemas más cercanos. Hasta la nueva lengua era practicada y defendida por los nuevos habitantes. La complicidad era mayor y el cariño hacía lo nuevo aumentaba. Pero, incluso en esas circunstancias y con las familias reunidas en el mismo techo, no había otro tema de conversación que no fuera el de la tierra abandonada; sus historias habituales, sus chascarrillos, sus fiestas populares y de guardar; sus comidas, los problemas del campo, e incluso la última defunción del “tío fulanito” o la “tía menganita” ya octogenarios, que fallecieron de ancianidad; las tierras perdidas por el abandono otrora frondosas, donde aquellos arrieros de antaño llenaban de vida y actividad, su rico y sereno transitar.
Y así pasaban el tiempo con sus paisanos; siempre pensando en las próximas vacaciones para regresar nuevamente.

Las personas volvían cada año a ver a sus familias y amigos que permanecieron allí. Y estos esperaban la llegada, ya anunciada por carta, de sus parientes los de la “capi”. ¡Y esos de la capi qué ahora tenían el corazón compartido entre la tierra de acogida y la tierra amada! Hubo quien incluso, desde el primer momento y una vez alejados de su lugar de origen, renunciaron a él. Otros en cambio iban cuando las circunstancias lo permitían y es que cuando se tiene apego algún lugar, es indiferente el tiempo que uno pase sin volver. Podrán transcurrir dos, tres años, un lustro, tal vez dos e incluso más. Pero al final siempre se regresa aunque sea con el “alma”. Y se regresa con nostalgia y alegría a la vez. Porque hay algo que te liga: no sólo el entorno paisajístico de su propia naturaleza viva, libre todavía del expolio de la especulación –¡y qué esta no llegue nunca!-, sino el profundo recuerdo de las personas amadas, que un día se quedaron en el trayecto de vuelta siendo sus destinos meros números de registro en aglomerados camposantos; aunque su espíritu, su recuerdo y la devoción hacia ellos sigan vivos en cada uno de nosotros.
Por eso, citando y plagiando levemente al escritor, y, desde lo más hondo de mi, desearía recordar: “¡Ese lugar de la sierra de cuyo nombre yo si quiero acordarme!”

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