dimarts, 19 de maig del 2009

EL ARBOL Y EL JARDINERO


El jardinero había acabado de plantar sus últimas flores. Durante años estuvo trabajando en las labores de su jardín convirtiéndolo en uno de los más bellos de la comarca; su forma octogonal le concedía un aspecto armónico, casi perfecto, en cuyo centro se apreciaba cierto magnetismo. Cuatro de sus esquinas estaban orientadas a cada uno de los puntos cardinales y en cada una prevalecía un tipo distinto de plantas y flores. La gran variedad de colores que reinaba en los distintos puntos del jardín conciliaba variaciones de luz durante todo el día, que majestuosamente incidía en las hojas estimulando las membranosas ramificaciones. Durante los primeros rayos del alba los tonos anaranjados predominaban en los lados de levante donde recibían los rayos del sol al alba, mientras los tonos dorados señoreaban en poniente acariciados suavemente por sutiles saetas de luz hacia el crepúsculo. Cuando el sol estaba más alto el jardín producía una bacanal de colores y olores que estimulaba los más primitivos sentidos.
El Edén quizás era aquello; un compás cuya aguja está girando perseverantemente en círculo y que no para de moverse alrededor de su centro, renovándose constantemente; y este centro, sobre el centro mismo de la tierra; una rosa de los vientos donde confluían en perfecto equilibrio todos los tonos y las fragancias llegadas de allende.
El origen del jardín se diluía en el tiempo. Se comentaba – según la tradición popular- que éste, antes de ser vergel, había sido un santuario megalítico compuesto por ocho dólmenes dispuestos en círculo y otro más grande y protuberante que sobresalía sobre los demás del interior de la tierra. Sus dimensiones eran tan proporcionales entre sí, que en la distancia se apreciaba una armonía inusual. Allí se reunían fieles elegidos que en el solsticio de verano, y a las órdenes del un líder, loaban al astro rey en un rito administrado por el constructor del oratorio que hacía las veces de gurú, y que al ofrecimiento de todos, daba la bienvenida al estío recibiendo su luz e iluminando las tinieblas, hasta que el crudo invierno retornase para traer nuevamente la oscuridad.
Esto es lo que se creía; aunque algunas personas discrepaban de la historia. Pensaban que era una historia inventada por algún pseudo-historiador petulante que recitaba leyendas para impresionar al ingenuo interlocutor de turno. Sea como fuere, el caso es que antes del jardinero hubo otro jardinero y antes de éste, otro y así sucesivamente, hasta que la memoria popular de los más ancianos se desvanecía en el tiempo. De hecho no había nada escrito al respecto; ni en los archivos, ni en los museos, ni en las hemerotecas, ni en cualquier otra forma. A nadie, nunca, se le había ocurrido hacerlo. Era como si la historia del jardín estuviese escrita por el jardín mismo y sólo él tenía esa celosa e impenetrable potestad.
Era suficiente con admirarlo de una manera especial, ya que entonces el jardín parecía que hablaba. Y cuando el jardín hablaba, hablaba claro, pero había que saber interpretarlo. E interpretarlo significaba estar en él, fundirse con él y comprender que estamos concebidos de la misma materia. De ahí se explicaba que sólo la verdadera historia pasase de unas personas a otras de manera oral pero a la vez silenciosa, porque en su silencio se percibía el eco de sus declamaciones y quien comprendía recelaba contar la verdad sobre el Edén. Consideraban que a mal quien pese, no todo el mundo estaba preparado para conocerla y si esta fuese excesivamente popular sería el fin del vergel, que en sí, lo que lo mantenía vivo, era esa especie de profundo misterio que lo envolvía y su hermetismo era esencial para su supervivencia. Quizás nosotros,- el género humano tan proclive y destructivo- con nuestra especial curiosidad y predilección hacia lo desconocido nos estimula nuestros primigenios sentidos: miedo y desconfianza, curiosidad, atrevimiento… y ese enigma es el que mantiene activa la llama del misterio, la ilusión de un viaje hacia lo desconocido, hacia un destino incierto; pero imaginativamente maravilloso; la esperanza de llegar al paraíso, la felicidad suprema. Mientras, nos vamos alimentando en exceso de ese espejismo que nos empeñamos en confundir con la realidad, en el que proyectamos nuestra ilusión esbozándola a nuestro antojo, y que a medida que la coloreamos aflora y casi siempre desilusiona. Y no es bueno que nos sintamos desengañados, porque quiere decir que hemos vivido de espaldas al mundo verdadero como la cruz de una moneda, a la par que nos hemos dejado seducir por el mundo ficticio que nos han servido y que hemos creído. El mayor riesgo es confiar en lo que se nos presenta sin advertir la verdadera naturaleza de las cosas.
Pero somos curiosos y, a veces, confundimos la verdad de las cosas con algún misterio ideado por la imaginería popular o por el charlatán de turno que intenta tergiversar conceptos para confundir a las personas y que por esa razón cuando sospechamos que existe alguno, intentamos descubrirlo a costa de lo que sea, sin pensar en las consecuencias y sin reflexionar sobre la posibilidad de que lo mejor es desistir y vivir con ese secreto.
La glorieta, ubicada en la parte central, era la única zona que no había sido plantada. El jardinero esperaba de alguna manera satisfacer el deseo propio y del jardín, de disponer en ella algo especial, algo distinto; pero no se había decidido. Estaba totalmente seguro que, en su momento, sabría elegir con la sabiduría de quien haya tenido la suficiente experiencia como para valorar, comparar y optar por la mejor elección. Siempre había pensado que la conciencia humana está hecha de constantes comparaciones y eso conlleva a analizar situaciones de diferente naturaleza, eligiendo el sendero que se pretende más acertado, aun a riesgo de equivocarnos. De alguna manera, el jardinero osaba comparar y poner como ejemplo la belleza de la mujer con la flor; cuantas más de ellas has conocido, más posibilidades encierras de valorar y acertar con la fragancia ideal. En ocasiones se había aproximado, pero hasta el momento nada le había convencido.
El jardinero observaba con singular vanidad y orgullo el vergel que le había tocado cuidar, vanagloriándose constantemente ante los curiosos que se aproximaban, invitándolos discreta, sutil y furtivamente a admirar la fastuosidad de la obra tal como lo habían hecho sus antecesores, y aun siendo consciente de que le había tocado quizás la parte más complicada: el colofón. Él, que era consciente de ese final, intentaba no pensar en ello, pero a la postre debía plantearlo de manera seria porque era su hado y en su momento debería saber elegir sabiamente.
Si bien es cierto que el jardín poseía ese encanto especial y que hacía las delicias de todos cuantos lo visitaban, le preocupaba de alguna manera la sensación de que él mismo careciese de la sensibilidad necesaria para hacer bello el objeto más simple que uno se pueda llegar a imaginar. Creía que los objetos más sencillos se acercan más a la realidad de la naturaleza, sin artificios morales ni arbitrarios que los infecte. Pero en el fondo esa era una efímera preocupación. Si de algo podía enorgullecerse verdaderamente era del delicado cuidado y de la paciente lentitud con que veía prosperar el particular Edén, y el extremado celo de compartir su obra; sabía que la gente sólo contemplaba la superficialidad de la belleza, sin percatarse en absoluto que esa obra encerraba esfuerzos, sudores, sinsabores y alegrías. Si algún osado se atrevía a preguntarle sobre cualquier cuestión referente a ello, solía reaccionar con actitudes poco amigables; el silencio era su respuesta porque el jardín era silencio.
En cierta ocasión, un soleado día de mayo, cuando las flores estaban en su apogeo y numerosas personas se agolpaban en el lugar, rodeando casi por completo los límites del jardín en una especie de festival de curiosos, apareció de entre el gentío una niña regordeta, con largos cabellos lacios y cara angelical, que, con aire extrovertido se dirigió hacia el hombre que cavaba un hoyo con la deducible intención de plantar algo. Se situó delante de él eclipsándolo con su pequeña sombra, mitigando suavemente el furor directo de los rayos de sol al mediodía.
El jardinero impertérrito la miro de soslayo ignorándola por completo, pero la pequeña se acercó todavía más hasta casi tocarlo; una aureola de luz rodeaba su bello rostro y su mirada dulce y profunda, resplandecía de tal forma que, podía derretir el acero más templado. El hombre, se sorprendió mientras la muchacha, dirigiendo la vista hacia la glorieta, se fue hacia ésta, se situó en el centro mismo y observo el jardín mientras giraba sobre si misma, -como el eje de un compás con los brazos extendidos- apreciando sus maravillas.. El hombre, que había dejado de cavar, se acercó y la niña mirándolo fijamente a los ojos, extrajo de entre sus ropitas de satén un extraño esqueje que él, en su larga y azarosa vida de jardinero, no había visto jamás. La niña con su melosa sonrisa le entrego el retoño.
El jardinero que no salía de su asombro ante el atrevimiento de ver invadida su intimidad, se dirigió apresuradamente hacia un lugar recóndito del jardín y cortó la rosa más bella que encontró; regresó a la glorieta y entregó la flor a la muchacha mientras comenzaba a notar una extraña emoción reconfortante que no había vuelto a sentir desde que era niño. Era una sensación familiar, cuando de niño asía la mano protectora de su madre mientras le arropaba la cabeza contra su pecho cuando estaba enfermo y notaba el fresco aroma a jabón de sosa cortejado con fragancias de espliego y romero. La nostalgia le sobrevino de golpe, surgiendo del lagrimal de sus ojos una gota de amarga melancolía que cayó sobre la manita de la niña.
Ella reaccionó al instante, justo en el preciso momento en que una de las espinas de la rosa pinchó su pequeño dedo, brotando de él,una pequeña gota de sangre que manchó el esqueje. La niña se asustó, palideció; el rostro se le desencajó de tal modo que perdió repentinamente todo el esplendor que tenía. De repente corrió de nuevo hacia la muchedumbre que todavía se agolpaba, desapareciendo tan misteriosamente como llegó. El hombre corrió para verla marchar, pero había desaparecido. Quiso alcanzarla para consolarla y curarle la herida, pero desapareció sin ni tan siquiera dejar casi ninguna pista de su presencia. Solo aquel presente manchado de sangre con que le había obsequiado y su familiar fragancia., era lo único que quedaba de ella.
Los días siguientes el jardinero estuvo impacientemente esperando alguna noticia de la pequeña, pero ésta no daba señales. No entendía el por qué de esa reacción; quizás aquello podía significar algo para la pequeña. La Rosa: tan bella, tan agraciada, tan dañina y tan cruel en sus espinas. Reina de las flores; húmeda, fresca de asombrosa y aromática esencia, pero de efímera hermosura, había herido el corazón de la niña. Quizás para ella presagiaba épocas de tormentos y angustias; de desgracias y sinsabores… pero él era demasiado escéptico para suponer tales simplezas.
Pasaron las semanas y el jardinero comenzaba a impacientarse. A veces salvaba las horas observando el esqueje con especial curiosidad. Y cuando veía la pequeña gota de sangre se acordaba de la forma en que a la niña se le había transformado el rostro, y como la brisa fresca que le había hecho aparecer, un huracán la había hecho huir.
Transcurrieron los meses y el jardinero comenzaba a borrar de su mente aquel hecho que de vez en cuando rememoraba, pero ya de una manera fría y distante, del recuerdo lejano y algo borroso de una niña atrevida, con toda la imaginación de una niña y que no debía dar más crédito e importancia. Sabía que en estos momentos la pequeña estaría en casa con su familia; o en el colegio intentando resolver alguna raíz cuadrada; o reflejando en su diario los secretos sentimientos y sensaciones más íntimos de la inmediata pubertad; o bien ideando con sus amigos algún juego para matar el tiempo. En su cabeza no podía suponer otra cosa que no fuera eso y de que aquel pinchacito no había sido más que un mero accidente sin importancia.
Habían pasado algo más de ocho años y el hombre ya se había olvidado; A veces recordaba aquel día como una onírica sensación de irrealidad que sólo sabía a ciencia cierta que era real cuando observaba la pequeña mácula de sangre en aquel esqueje, que, misteriosamente conservaba el mismo aspecto que el primer día y guardaba la misma secreta esencia. Hacía mucho tiempo que lo había colocado en una zona oscura y recóndita del jardín, apoyado en uno de los muros que lo delimitaban. Y allí, solitario y medio abandonado, sin más uso que el de estar allí, la vida le transcurría.
La gente seguía agolpándose para apreciar el lugar, sobre todo en las épocas floridas donde se podía notar su encanto. El jardinero seguía intentando no hacer caso e ignorar a la muchedumbre, aunque sí se había percatado curiosamente de una extraña y harapienta muchacha que se paraba tímidamente de vez en cuando, incluso en aquellas épocas en las que el jardín lucía menos. Uno de esos días de primavera cuando el sol estaba en su cenit, mientras el jardinero estaba reposando de su ardua labor, y solo quedaban algunos curiosos, la harapienta muchacha entró y se dirigió al hombre con la mirada fija en él. Éste, al verla, se sorprendió de la misma manera que el día que había entrado una pequeña niña y le había entregado el brote. Su aspecto dibujaba la mirada vacía, triste y sin vida; los ojos postrados sobre las pálidas mejillas, sus cabellos eran de un cobre apagado, y su rostro describía un rictus duro, rígido, marcado por la desgracia; sus manos, eran débiles y transparentes; era como observar al trasluz una radiografía, donde se señalaban las líneas de sus azuladas venas. La ropa raída por el paso del tiempo, describía unos perfiles suaves de un pasado esplendoroso; su caminar era lento pero refinado y sus gestos dibujaban suaves, perfectas y elegantes figuras.
¡Aquella muchacha, su mirada!... se quedó helado como un témpano de hielo al contemplarla, como si de un fantasma se tratara. Un aluvión de sensaciones le recorrió la columna; un sudor frío exhaló de sus mismas entrañas y un ligero mareo le hizo tambalearse, apoyándose en el esqueje donde casualmente su mano dirigió.
La muchacha le asió por el brazo con sus transparentes manos y lo incorporó mientras le inyectaba una mirada dulcemente amarga y le esbozó una ligera sonrisa que reconfortó al jardinero. Ella extrajo entonces de sus harapos, un pequeño cuenco de madera recubierto de un metal tan cobrizo como su pelo y se lo entregó. El hombre sin mediar palabra, agarró el cuenco y se acercó al pozo del que manaba constantemente un agua plateada y limpia, y le dio de beber. La muchacha con un gesto de asentamiento lo aceptó agradecida, mientras el jardinero impávido veía surgir de la gota de sangre del esqueje el primer brote. Inmediatamente, agarró el plantel y lo colocó en el centro de la glorieta, mientras la muchacha lo seguía con la mirada viva que había florecido al tiempo que el esqueje, de sus apagados ojos, y se apresuró a plantarlo; pero al terminar la muchacha había desaparecido. La había reconocido. Era aquella niña hecha mujer que un día entró en su vida. Su dulce y esplendorosa niñez se había transformado en amargura y la vida la había castigado, mientras que él, en su edén particular, se había resguardado de los avatares de la existencia. Se preguntaba qué sucesos le habrían ocurrido; qué le habría conducido a semejante estado de desaliento; cuál habría sido la causa de su desgracia. Pensó entonces en la flor que él le regaló y la herida que le produjo en su pequeño dedo. ¡Si apenas fue un pinchazo!- rumiaba- pero el caso es que la muchacha había sido víctima y verdugo de su vida. Y se había vuelto a ir, cual ave migratoria que abandona el frío averno para retornar en los primeros ciclos de la primavera.
Adusto, taciturno y decaído por la nueva experiencia,- pero esperanzado de que la vida sea una especie de péndulo que gira constantemente y que vuelve al mismo punto de partida para reanudar su camino- tenía la completa seguridad de que tarde o temprano volvería a aparecer la muchacha. Notaba una sensación de preocupación de no volver a ver jamás a la joven y de que fuese su fin. Esto lo desesperaba enormemente de tal manera que, muchas noches, no podía conciliar el sueño y se le estremecían las entrañas debido a la impotencia de pensar que le estuviera ocurriendo algo a la desventurada muchacha. El cariño que le había tomado era tal que, en consideración a ella, debía centrar todo su esfuerzo en satisfacer la necesidad de cuidar aquel retoño.
Después de aquello, trabajó árduamente para que el esqueje siguiese su crecimiento; casi dedicaba todo su tiempo a la esmerada labor, abandonando el resto del jardín a su suerte, sin casi percatarse de que este no se auto-mantendría de manera espontánea y de que alguna de las plantas más sensibles, comenzaban ya a perder su esplendor. Aunque, posteriormente compartía su tiempo entre una labor y otra, dedicaba casi todo el trabajo al cuidado del plantel. El jardinero veneraba aquella protuberancia que manaba aferrado a las entrañas de la tierra, fruto del entero y esmerado cuidado; como aquellos remotos fieles que adoraban al astro rey alrededor de la megalítica edificación de piedras hipnotizados por su magnetismo.
Pasó el tiempo y el recuerdo de la muchacha seguía tan vivo como el primer día. Veía crecer el esqueje que ya no era tal, sino un frondoso, robusto y bello árbol que, día a día cobraba más esbeltez y en él le parecía reconocer a la joven, pero no con aquel mortecino semblante sino con la belleza viva que él deseaba imaginar. El jardinero observaba como crecía el árbol a la par que él envejecía y sus fuerzas se apagaban, pero a cambio había recibido la serenidad propia de quien con el paso del tiempo gana en madurez y sabiduría. El jardín y él estaban envejeciendo juntos, y ambos llegaban al crepúsculo de su vida. Y las flores del jardín, - algunas ya ajadas por la dejadez del inconstante cuidado- habían perdido su fragancia.
La gente se había desinteresado por el otrora maravilloso Edén; anacrónico y solitario en un mundo iracundo y convulso, desprovisto de sensibilidad, era un oasis perdido en medio de un desierto, cuyas arenas guiadas por el Simún lo habían cubierto de desazón.
El jardinero observaba con nostalgia la imagen de aquel paraíso perdido, que impotente, a veces intentaba recobrar. La tristeza lo rodeaba, pero siempre le quedaba el árbol, el fastuoso y maravilloso árbol que el azar- ó quizás no- había traído como brisa de Mayo y es en quien buscaba consuelo debajo de la última esperanza que le quedaba. Sí, había sabiduría, experiencia, madurez, serenidad, pero había algo que en el ocaso de su vida, le obsesionaba: su soledad. Una soledad que no le había preocupado, porque el jardín era su compañía, su razón de ser, su sueño, su realidad; pero el jardín agonizaba lentamente y el hombre ansiaba escucharlo, pero este ya no le hablaba. Sus declamaciones se habían apagado y su silencio,-ese silencio que era su mejor contertuliano - se había vuelto lúgubre. Ya no había color; era como ver una imagen en sepia de una fotografía antigua, cuyos contrastes ya se han agrietado y su forma octogonal, casi perfecta, se estaba desfigurando. No obstante, el majestuoso árbol sobresalía en medio de aquel vertedero de amargura. El cansado jardinero, con los cabellos grises, la piel ajada y blanqueada, la mirada perdida, buscaba bajo el árbol los rayos de sol que se filtraban a través de las verdes hojas en un intento de recobrar vagamente algo de la juventud perdida, mientras veía pasar la vida, esperando, repasando, recordando tiempos mejores, musitando palabras de alivio. Había perdido el tren y era tarde. ¡Sólo se limitaba a esperar y esperar! Y en su espera soñaba. Y en sus sueños aparecía la imagen viva de aquella bondadosa y bella niña que le entrego la desdicha de su vida. Desdicha y alegría a la vez porque le había dado una razón de lucha. ¡Soñaba! Y soñaba y esperaba a la harapienta muchacha de aspecto inerte a la que el agua le había devuelto la sonrisa apagada y la existencia, al tiempo que el brote había renacido. Amaba y veneraba al árbol, porque el árbol era la joven.
En sus oníricas fantasías veía acercarse a una bella mujer tan anciana como él, de mirada profundamente viva y una sonrisa tierna que al contraer la comisura de los labios, le mostraba las delicadas grietas de sus arrugas, mientras que, de entre su níveo vestido de satén, extraía y le obsequiaba con la más bella rosa que jamás había conocido. ¡La Rosa; la belleza; la fragancia; la razón de su desazón; la belleza efímera; la soledad marchita! ¡Esperanza y desgracia; timidez y desvergüenza; rocío y escarcha; bella y mustia... ¡Que flor más antagónica!- creía pensar- Y la anciana le ofrecía agua en un cuenco de madera recubierto de un azogue tan plateado como sus cabellos, y él la miraba sintiendo un incontable placer mientras las manos de la mujer le asían la suya y lo levantaban. Entonces aquella sensación de soledad se esfumaba y flotaba en medio de una atmósfera en la que los miedos desaparecían y los sentidos perdidos volvían a florecer y las fuerzas retornaban y ambos recorrían el sendero del jardín y se alejaban. Y soñaba mientras marchaban que, al tornar la vista atrás, el jardín se esfumaba tras de sí y desaparecía, al tiempo que el árbol permanecía allí, impertérrito, majestuoso, con las ramas proyectadas como saetas al firmamento.
El jardín había desaparecido y el jardinero se había marchado, pero ¿había existido alguna vez el jardín? Había sido su fantasía y había trabajado en ella, pero había desaparecido. Un sueño que había estado elaborando desde siempre; un ilusión que sólo era un quimera; un esbozo que había dibujado sobre un irregular lienzo provisto de falsas ilusiones que le resultaron tan atractivas, que había sucumbido a ellas y que cuando se quiso dar cuenta ya era demasiado tarde.
En aquel universo que él había creado, no cabían más realidades que las suyas propias. Un mundo ficticio, imaginario, deformado e irreal, pero a la vez como algo que sólo a él le pertenecía y que nadie le podría arrebatar; ni siquiera la muerte. Porque era suyo y suyo sería para siempre. Por eso, jamás se supo si había existido realmente aquel Edén. Nadie podía saberlo puesto que nadie lo había visto, ni tan siquiera hubieran supuesto que allí hubiera existido algo. Sólo en medio de aquel imaginario caos; implacable, dominante y de origen incierto, regía el árbol que el jardinero plantó.

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