dissabte, 11 d’abril del 2015

dijous, 6 de febrer del 2014

Larus Ridibundus: (LA GAVIOTA)

Retornando, en la novela de Gabriel García Márquez, “Relato de un náufrago”, el protagonista llega a cazar una gaviota que se ha posado en la balsa y que podría saciar sus días de abstinencia. Pero el protagonista sabe que su carne es dura, agria e incomestible, muy semejante a la de los córvidos. Aun así, en un intento desesperado e instintivo de supervivencia duda si hacerlo o no, pero finalmente desiste. Además como buen marinero,  sabe  que puede ser un buen indicio de que cerca de allí existe tierra firme.       
No obstante, lejos de aquella romántica idea sobre aventuras y desventuras de los lobos de mar, hoy día la gaviota, no le serviría ni al desventurado Capitán Acab en su  infructuosa lucha contra MobyDick. No ya debido a los modernos sistemas de navegación, sino que en contra de lo que se supone que es su hábitat, la gaviota se ha atrevido a internase kilómetros tierra adentro.

La degeneración de las costas por la indecente, obscena y escandalosa  especulación, aparte de la pesca indiscriminada de los arrastreros furtivos, ha provocado la desaparición progresiva de las pesquerías. Y ya se las puede observar en parajes impropios de su medio natural. Como aquel famoso tema de Caco Senante: “qué es lo que haces tú aquí una gaviota…”
Por esa razón, los habitantes de las ciudades del interior ya no se sorprenden al oír sus estridentes y molestos reclamos; observar los salvajes asaltos de varios individuos a las palomas – ave místicamente espiritual y símbolo de la paz,  e incluso como en la película “Los pájaros “de Alfred Hitchcock, ataques desprevenidos a  transeúntes.
Quizás el comportamiento actual de esta ave, ha servido de inspiración a ciertas fracciones político-sociales que la han tomado como adarga en su particular e inducida reyerta callejera,  siendo conscientes de que sus heces más que servir de  abono para la tierra, albergan en su interior componentes ácidos que corroen los objetos, acompañados de parasitarios, en una especie de simbiosis que pueden provocar graves efectos secundarios en la población.

No es preciso ser demasiado inteligente para saber que la gaviota, como  otras especies de aves, actúa de manera instintiva luchando por la supervivencia de su género y que, tomarla como emblema de sus adalides, es en sí, todo un agravio al reino animal. Así pues, antes de que siga avanzando hacia ecosistemas todavía inocuos por la agresividad de sus garras y pueda provocar nuevos desequilibrios naturales, sería conveniente regenerar los bancos de peces, para que la gaviota vaya a dar consuelo al Capitán Acab y regrese al hábitat de donde nunca debió salir.     


dissabte, 27 d’abril del 2013

El caleidoscopio


        La noche era desapacible, pero ello no impidió que bajase a la calle. Su angustia de estar encerrado, era mayor que la necesidad de danzar con las inclemencias meteorológicas. Era uno de esos días de mediados de diciembre, cuando el otoño declina dando el relevo al nacimiento solar del solsticio de invierno; aunque ese fenómeno todavía no se había producido. La densa bruma y la constante llovizna, procuraban una atmósfera agobiante, y la tenue luz difuminada de las farolas, facilitaba un tono gris-cobrizo. Por aquellas húmedas y resbaladizas calles, no se veía un alma; tan solo,  algún que otro misántropo o parejas de adolescentes que aprovechan la ocasión del momento para estimular sus efervescentes hormonas, se aventuraban a rellenar ese vacío que aparentaba un lúgubre escenario del romanticismo gótico.

        Anduvo durante un buen rato absorto en sus pensamientos, dejando que la niebla fuese un complemento más de su zozobra. Le distrajo la luz intermitente de un ciclista que pasó rozándole, en el preciso instante que volvía a una aparente  realidad. Por un momento pareció desorientado, porque su caminar le había llevado a callejear sin rumbo alguno. Tras la duda inicial, buscó una referencia y la encontró en la difusa silueta de un célebre obelisco de la ciudad, donde confluían dos importantes avenidas.

         Continuó su transitar hasta que fue asaltado por personaje de aspecto extravagante. No podía precisar si era hombre o mujer, ya que, su equívoca fisonomía delataban una marcada ambigüedad andrógina. Ello y su arlequinada vestimenta ofrecían una apariencia si cabe más extraña.  Con gesto histriónico de showman de Music-hall, le señaló una puerta de madera de roble labrado con el forjado artesanal ya oxidado. No había ninguna indicación ni letrero que permitiese cualquier reconocimiento. Impulsado por un inusitado interés, se dejó llevar. Entonces, el arlequín asió la aldaba y llamó tres veces, a lo que la puerta se abrió sin que le ayudase nadie al otro lado. Su tensión iba en aumento, pero la curiosidad vencía cualquier atisbo de salir huyendo. Una vez dentro, el extraño personaje le entregó un tubo con la pomposidad propia del comediante.
        El objeto tenía toda la forma de esos caleidoscopios donde la visión del mundo se multiplica simétricamente. Escrutó el cilindro con atención y miro en su interior, pero todo era brumoso como esa noche. El hermafrodita con gesto mímico, lo guió hasta una sala todavía más oscura. Sentía cierta congoja, pero siguió hacia delante. Se sentó en una butaca y notó que a su alrededor había más gente, pero no podía verla, tan solo oía el murmullo de fondo.    
   
        El personaje le instó a que mirase de nuevo a través del cilindro. ¡Increíble! pensó;  hacía un momento no se veía absolutamente nada por aquel aparato y, ahora parecía como si estuviera dentro del mismísimo ingenio. Observó que no era de esos aparatos que al moverlos varían en un infinita amalgama de imágenes, sino que, a través del caleidoscopio, veía una vieja y mugrienta taberna de pueblo que, curiosamente, le recordaba a una que había conocido siendo muy niño. Obscura, con las paredes encaladas con tinte azul; descorchadas por la dejadez y el suelo de tablas de madera, ya desgastadas, por el paso del tiempo y la falta de cuidado. La única luz que había, provenía de tres candiles de propano dispuestos estratégicamente, que daban un ambiente tenue pero acogedor. La puerta de entrada a la taberna, era exactamente igual a la de antes. Siguió observando a través del caleidoscopio y vio a un anciano, detrás de una pequeña barra, que tomaba una botella de vidrio translúcidamente opaco por la mugre, y servía un líquido transparente que le recordaba a esas cazallas caseras.  Por increíble que pareciera, le daba la sensación de que podía oír el sonido del viento golpeando con fuerza contra las contraventanas de la vieja cantina.  Notaba, como si a través de las pequeñas fisuras, penetrara el intenso frío con un silbido sordo que rompía el escaso murmullo que se generaba. Era como estar en una sensacional sala de cine.  

        De repente, sintió un frío intenso y, observó como el tabernero que veía por el cilindro, se dirigía a él invitándole a que tomase un trago. Instintivamente apartó el caleidoscopio de su ojo, pero la sorpresa fue,  cuando se percató de que estaba dentro de aquella misma escena. Palideció de manera tan contundente, que comenzó a experimentar una hiperhidrosis general que se entremezcló con una repentina micción ¡Aquello no podía ser real! Debía ser un sueño, pensó. De un salto,, se incorporó de su asiento y al girarse hacia atrás, vio que era la misma butaca del local. Aquello no era lógico; él que por su escepticismo habría buscado una explicación lógica a todo aquello se veía impotente ante tal torrente de insólitos fenómenos.  

          El ruido generado, hizo que despertase la atención de un grupo de hombres que se apostaban en un rincón. En una mesa cuadrada de madera con un tapete verde; cuatro de ellos jugaban a cartas mientras un quinto miraba a la partida apoyado en una columna. Inmediatamente, el que en apariencia era más joven, alzó la mano, y sonriente lo saludó. Los demás asintieron mientras lo invitaban a unirse a aquel grupo. El dilema no era el de rechazar la invitación de acercarse a ellos, sino el hecho de que conocía perfectamente a todas aquellas personas y que de ellas, precisamente guardaba un entrañable recuerdo; apreciados seres que habían desaparecido hacía mucho tiempo. Lo asombroso es que sus miedos iniciales desaparecieron, y se  acercó a la mesa. Pero no podía hablar con ellos, ni ellos con él; la verdad es que allí no hablaba nadie: solo murmullo y una cierta  aflicción en sus miradas, como implorando una nostálgica  vida en su alejado, efímero e indeformable pasado.                      
         Los cinco personajes agacharon las cabezas y, con  la mirada ausente, continuaron con la partida de cartas. Él, tocó el hombro de uno de ellos, pero este ni se inmutó y acto seguido repitió lo mismo con el resto. Nada, no hubo reacción alguna. Se fue a la barra e intentó hablar con el anciano, pero éste,  absorto, fijaba la vista en la entrada.  

         La puerta de la taberna se abrió bruscamente y una ráfaga de viento penetró en la cantina extinguiendo la escasa luz de los candiles. A través de la intensa tempestad, apareció una bellísima dama de un blanco áureo espectacular que,  sonriente se dirigió hacia la mesa, y dulcemente asió la mano de uno de ellos, emprendiendo una danza a modo de vals, pero sin música. El primer hombre, con un elegante gesto pero con la mirada lejana, se despidió de él, mientras la dama lo dirigía hacia la puerta con un armónico compás. Uno a uno fue llevando a todos los presentes en aquella mesa hacia aquel abismo tempestuoso, salvo al cantinero que parecía condenado a estar eternamente allí. La circunstancia le parecía tan sumamente onírica, que no le dio tiempo a reaccionar. Su asombro era tal, que aquellas personas habían vuelto a desaparecer, tan repentinamente y en el mismo orden, en que lo hicieron en el pasado. Tras ello, la dama le sonrió. Su mirada era tan dulce como embriagadora y con una elegancia sublime se acercó a él,  lo asió de los hombros y acercó los labios a los suyos. En ese instante una cortina blanca cubrió su mirada, provocando que  su  mente perdiese todo contacto con la onírica realidad.

         Lo despertó sobresaltado el timbre de la puerta de casa. Miró por la ventana, y vio que hacía un espléndido día,  pero estaba todavía ciertamente aturdido por el inquietante sueño de esa noche. Debió ser la cena, pensó. Tardó en reaccionar,  mientras volvían a llamar a la puerta, golpeándola tres veces.

         Al abrir la puerta le dio un vuelco al corazón al ver a la dama de blanco con el andrógino personaje. Sintió alivio al observar que vestían de manera normal y que eran vendedores de enciclopedias. Aliviado, terminó por comprarles una, y cuando acabó de atenderles, sintió cierta curiosidad por lo acontecido en el sueño. Así que, se arregló, salió a la calle, y se fue en dirección al lugar desde donde había observado el obelisco, pero sería un tanto impreciso porque con una noche como la soñada se podía perder toda  referencia. Una vez llegó al supuesto lugar, comprobó que allí no había nada más que un solar vacío con un letrero que anunciaba el inminente proyecto de construcción de viviendas de alto standing. Por más que rastreó - incluso por las calles adyacentes - no encontró ni el más mínimo indicio de lo que evidentemente había sido un sueño tan real como extraño. Lo que si de algo debía sentirse complaciente, era de que su inconsciente le hubiera hecho retomar el recuerdo perfecto de todas aquellas personas. Satisfecho y optimista, se dirigió nuevamente a casa disfrutando del extraordinario día.
        Cuando llegó, se relajó y se dirigió a la  nevera a por una cerveza. Se sentó cómodamente en el sofá mientras el áureo y espumoso líquido le regaba la garganta y dirigió la mirada hacia la ventana para que el sol le penetrase en los poros  de su rostro. Todo perfecto hasta que en un momento dado, la sorpresa se apoderó de él. Se levantó y se encaminó hacia la mesa del comedor donde, un tapete verde la adornaba y sobre el tapete, la baraja, la botella de cazalla y el caleidoscopio. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, se le erizó el bello y sintió una presión en el vientre que logró controlar. Se armó de valor y respiro hondo, asió al cilindro y se lo llevó al ojo, pero lo que vio a través de él lo dejó petrificado. En el fondo mismo del caleidoscopio había un epígrafe que apuntaba:
Gracias por tu visita. Nos veremos pronto”.

dimecres, 5 de maig del 2010

El límite de Chandrasekhar

Chandrasekhar fue un físico que estableció el límite en el que una estrella súpergigante sufriría un colapso gravitatorio tal, que podría acabar convirtiéndose en un agujero negro. Tal colapso gravitacional provocaría una singularidad que sería envuelta por una superficie llamada horizonte de sucesos. A partir de ese momento cualquier forma de materia sucumbiría a la inexorable atracción espacio-temporal en un incierto y desconocido destino del cual, ni siquiera los fotones de luz podrían escapar, sumándose a la cada vez mayor concentración de masa.

Paradójicamente esos astros, observados con telescopio desde nuestro singular planeta, se verían como objetos de gran brillantez, confundiéndose con meras estrellas de nuestro infinito firmamento. Pero no hay que engañarse a tal efecto, y dar una explicación técnica para entender semejante peculiaridad sería arduo difícil, si se carece de los conocimientos y una mente suficientemente abierta para comprenderlos. Si además, tuviésemos la opción de poder viajar hasta allí en una nave espacial para observarlos de cerca y de manera curiosa, poco a poco nos dejaríamos llevar de manera hipnótica a los fenómenos extraordinarios que estuviesen ocurriendo, justo en el punto exacto donde la gravedad actuase de manera estrepitosa. Sin darnos cuenta entraríamos en esa brutal atracción desapareciendo in extremis, fundiéndonos con la infinita materia acumulada.

De manera más mundana y cercana a nosotros, podríamos establecer un paralelismo y comparar esa gravedad, a la atracción egocéntrica del sueño de alcanzar la fama y gozar de una popularidad exacerbada. Si Chandrasekhar en vez de ser premio Nobel de astrofísica, hubiese elegido la antropología social, habría formulado el mismo límite en el que una sociedad sufre un colapso cultural que con el tiempo se convertiría en un hedonismo material a gran escala. A menudo esta sociedad confunde a las personas, mostrándoles la brillantez de una aparente y manipulada forma ideal de vida. Si tienes determinada predisposición e inquietud, puedes hacer que tu existencia cambie de la noche a la mañana sin más mérito que el de seguir a la zanahoria. Y en esa atracción que luego resulta fatal, se crea un batiburrillo de seres fusionados en una amalgama imposible de disociar. Salir pues del agujero de la popularidad resulta sin duda extremadamente difícil, porque primero ha de ser uno consciente del circo en el que está viviendo. La popularidad no tiene por qué ser innoble o dañina siempre y cuando no se traspase esa barrera del horizonte de sucesos. Pero su fuerza de atracción es tal, que resulta impensable para esos pequeños e ingenuos seres de ilusas condiciones mentales, no caer en la tentación, y acaban sucumbiendo de manera salvaje a esa vorágine ignominiosa de eventos.

Por eso, y antes de que se produzca otro colapso gravitatorio que pueda generar que una estrella se convierta en un nuevo agujero negro, sería conveniente calcular dónde establecer el límite de Chandrasekhar.

dimarts, 19 de maig del 2009

EL ARBOL Y EL JARDINERO


El jardinero había acabado de plantar sus últimas flores. Durante años estuvo trabajando en las labores de su jardín convirtiéndolo en uno de los más bellos de la comarca; su forma octogonal le concedía un aspecto armónico, casi perfecto, en cuyo centro se apreciaba cierto magnetismo. Cuatro de sus esquinas estaban orientadas a cada uno de los puntos cardinales y en cada una prevalecía un tipo distinto de plantas y flores. La gran variedad de colores que reinaba en los distintos puntos del jardín conciliaba variaciones de luz durante todo el día, que majestuosamente incidía en las hojas estimulando las membranosas ramificaciones. Durante los primeros rayos del alba los tonos anaranjados predominaban en los lados de levante donde recibían los rayos del sol al alba, mientras los tonos dorados señoreaban en poniente acariciados suavemente por sutiles saetas de luz hacia el crepúsculo. Cuando el sol estaba más alto el jardín producía una bacanal de colores y olores que estimulaba los más primitivos sentidos.
El Edén quizás era aquello; un compás cuya aguja está girando perseverantemente en círculo y que no para de moverse alrededor de su centro, renovándose constantemente; y este centro, sobre el centro mismo de la tierra; una rosa de los vientos donde confluían en perfecto equilibrio todos los tonos y las fragancias llegadas de allende.
El origen del jardín se diluía en el tiempo. Se comentaba – según la tradición popular- que éste, antes de ser vergel, había sido un santuario megalítico compuesto por ocho dólmenes dispuestos en círculo y otro más grande y protuberante que sobresalía sobre los demás del interior de la tierra. Sus dimensiones eran tan proporcionales entre sí, que en la distancia se apreciaba una armonía inusual. Allí se reunían fieles elegidos que en el solsticio de verano, y a las órdenes del un líder, loaban al astro rey en un rito administrado por el constructor del oratorio que hacía las veces de gurú, y que al ofrecimiento de todos, daba la bienvenida al estío recibiendo su luz e iluminando las tinieblas, hasta que el crudo invierno retornase para traer nuevamente la oscuridad.
Esto es lo que se creía; aunque algunas personas discrepaban de la historia. Pensaban que era una historia inventada por algún pseudo-historiador petulante que recitaba leyendas para impresionar al ingenuo interlocutor de turno. Sea como fuere, el caso es que antes del jardinero hubo otro jardinero y antes de éste, otro y así sucesivamente, hasta que la memoria popular de los más ancianos se desvanecía en el tiempo. De hecho no había nada escrito al respecto; ni en los archivos, ni en los museos, ni en las hemerotecas, ni en cualquier otra forma. A nadie, nunca, se le había ocurrido hacerlo. Era como si la historia del jardín estuviese escrita por el jardín mismo y sólo él tenía esa celosa e impenetrable potestad.
Era suficiente con admirarlo de una manera especial, ya que entonces el jardín parecía que hablaba. Y cuando el jardín hablaba, hablaba claro, pero había que saber interpretarlo. E interpretarlo significaba estar en él, fundirse con él y comprender que estamos concebidos de la misma materia. De ahí se explicaba que sólo la verdadera historia pasase de unas personas a otras de manera oral pero a la vez silenciosa, porque en su silencio se percibía el eco de sus declamaciones y quien comprendía recelaba contar la verdad sobre el Edén. Consideraban que a mal quien pese, no todo el mundo estaba preparado para conocerla y si esta fuese excesivamente popular sería el fin del vergel, que en sí, lo que lo mantenía vivo, era esa especie de profundo misterio que lo envolvía y su hermetismo era esencial para su supervivencia. Quizás nosotros,- el género humano tan proclive y destructivo- con nuestra especial curiosidad y predilección hacia lo desconocido nos estimula nuestros primigenios sentidos: miedo y desconfianza, curiosidad, atrevimiento… y ese enigma es el que mantiene activa la llama del misterio, la ilusión de un viaje hacia lo desconocido, hacia un destino incierto; pero imaginativamente maravilloso; la esperanza de llegar al paraíso, la felicidad suprema. Mientras, nos vamos alimentando en exceso de ese espejismo que nos empeñamos en confundir con la realidad, en el que proyectamos nuestra ilusión esbozándola a nuestro antojo, y que a medida que la coloreamos aflora y casi siempre desilusiona. Y no es bueno que nos sintamos desengañados, porque quiere decir que hemos vivido de espaldas al mundo verdadero como la cruz de una moneda, a la par que nos hemos dejado seducir por el mundo ficticio que nos han servido y que hemos creído. El mayor riesgo es confiar en lo que se nos presenta sin advertir la verdadera naturaleza de las cosas.
Pero somos curiosos y, a veces, confundimos la verdad de las cosas con algún misterio ideado por la imaginería popular o por el charlatán de turno que intenta tergiversar conceptos para confundir a las personas y que por esa razón cuando sospechamos que existe alguno, intentamos descubrirlo a costa de lo que sea, sin pensar en las consecuencias y sin reflexionar sobre la posibilidad de que lo mejor es desistir y vivir con ese secreto.
La glorieta, ubicada en la parte central, era la única zona que no había sido plantada. El jardinero esperaba de alguna manera satisfacer el deseo propio y del jardín, de disponer en ella algo especial, algo distinto; pero no se había decidido. Estaba totalmente seguro que, en su momento, sabría elegir con la sabiduría de quien haya tenido la suficiente experiencia como para valorar, comparar y optar por la mejor elección. Siempre había pensado que la conciencia humana está hecha de constantes comparaciones y eso conlleva a analizar situaciones de diferente naturaleza, eligiendo el sendero que se pretende más acertado, aun a riesgo de equivocarnos. De alguna manera, el jardinero osaba comparar y poner como ejemplo la belleza de la mujer con la flor; cuantas más de ellas has conocido, más posibilidades encierras de valorar y acertar con la fragancia ideal. En ocasiones se había aproximado, pero hasta el momento nada le había convencido.
El jardinero observaba con singular vanidad y orgullo el vergel que le había tocado cuidar, vanagloriándose constantemente ante los curiosos que se aproximaban, invitándolos discreta, sutil y furtivamente a admirar la fastuosidad de la obra tal como lo habían hecho sus antecesores, y aun siendo consciente de que le había tocado quizás la parte más complicada: el colofón. Él, que era consciente de ese final, intentaba no pensar en ello, pero a la postre debía plantearlo de manera seria porque era su hado y en su momento debería saber elegir sabiamente.
Si bien es cierto que el jardín poseía ese encanto especial y que hacía las delicias de todos cuantos lo visitaban, le preocupaba de alguna manera la sensación de que él mismo careciese de la sensibilidad necesaria para hacer bello el objeto más simple que uno se pueda llegar a imaginar. Creía que los objetos más sencillos se acercan más a la realidad de la naturaleza, sin artificios morales ni arbitrarios que los infecte. Pero en el fondo esa era una efímera preocupación. Si de algo podía enorgullecerse verdaderamente era del delicado cuidado y de la paciente lentitud con que veía prosperar el particular Edén, y el extremado celo de compartir su obra; sabía que la gente sólo contemplaba la superficialidad de la belleza, sin percatarse en absoluto que esa obra encerraba esfuerzos, sudores, sinsabores y alegrías. Si algún osado se atrevía a preguntarle sobre cualquier cuestión referente a ello, solía reaccionar con actitudes poco amigables; el silencio era su respuesta porque el jardín era silencio.
En cierta ocasión, un soleado día de mayo, cuando las flores estaban en su apogeo y numerosas personas se agolpaban en el lugar, rodeando casi por completo los límites del jardín en una especie de festival de curiosos, apareció de entre el gentío una niña regordeta, con largos cabellos lacios y cara angelical, que, con aire extrovertido se dirigió hacia el hombre que cavaba un hoyo con la deducible intención de plantar algo. Se situó delante de él eclipsándolo con su pequeña sombra, mitigando suavemente el furor directo de los rayos de sol al mediodía.
El jardinero impertérrito la miro de soslayo ignorándola por completo, pero la pequeña se acercó todavía más hasta casi tocarlo; una aureola de luz rodeaba su bello rostro y su mirada dulce y profunda, resplandecía de tal forma que, podía derretir el acero más templado. El hombre, se sorprendió mientras la muchacha, dirigiendo la vista hacia la glorieta, se fue hacia ésta, se situó en el centro mismo y observo el jardín mientras giraba sobre si misma, -como el eje de un compás con los brazos extendidos- apreciando sus maravillas.. El hombre, que había dejado de cavar, se acercó y la niña mirándolo fijamente a los ojos, extrajo de entre sus ropitas de satén un extraño esqueje que él, en su larga y azarosa vida de jardinero, no había visto jamás. La niña con su melosa sonrisa le entrego el retoño.
El jardinero que no salía de su asombro ante el atrevimiento de ver invadida su intimidad, se dirigió apresuradamente hacia un lugar recóndito del jardín y cortó la rosa más bella que encontró; regresó a la glorieta y entregó la flor a la muchacha mientras comenzaba a notar una extraña emoción reconfortante que no había vuelto a sentir desde que era niño. Era una sensación familiar, cuando de niño asía la mano protectora de su madre mientras le arropaba la cabeza contra su pecho cuando estaba enfermo y notaba el fresco aroma a jabón de sosa cortejado con fragancias de espliego y romero. La nostalgia le sobrevino de golpe, surgiendo del lagrimal de sus ojos una gota de amarga melancolía que cayó sobre la manita de la niña.
Ella reaccionó al instante, justo en el preciso momento en que una de las espinas de la rosa pinchó su pequeño dedo, brotando de él,una pequeña gota de sangre que manchó el esqueje. La niña se asustó, palideció; el rostro se le desencajó de tal modo que perdió repentinamente todo el esplendor que tenía. De repente corrió de nuevo hacia la muchedumbre que todavía se agolpaba, desapareciendo tan misteriosamente como llegó. El hombre corrió para verla marchar, pero había desaparecido. Quiso alcanzarla para consolarla y curarle la herida, pero desapareció sin ni tan siquiera dejar casi ninguna pista de su presencia. Solo aquel presente manchado de sangre con que le había obsequiado y su familiar fragancia., era lo único que quedaba de ella.
Los días siguientes el jardinero estuvo impacientemente esperando alguna noticia de la pequeña, pero ésta no daba señales. No entendía el por qué de esa reacción; quizás aquello podía significar algo para la pequeña. La Rosa: tan bella, tan agraciada, tan dañina y tan cruel en sus espinas. Reina de las flores; húmeda, fresca de asombrosa y aromática esencia, pero de efímera hermosura, había herido el corazón de la niña. Quizás para ella presagiaba épocas de tormentos y angustias; de desgracias y sinsabores… pero él era demasiado escéptico para suponer tales simplezas.
Pasaron las semanas y el jardinero comenzaba a impacientarse. A veces salvaba las horas observando el esqueje con especial curiosidad. Y cuando veía la pequeña gota de sangre se acordaba de la forma en que a la niña se le había transformado el rostro, y como la brisa fresca que le había hecho aparecer, un huracán la había hecho huir.
Transcurrieron los meses y el jardinero comenzaba a borrar de su mente aquel hecho que de vez en cuando rememoraba, pero ya de una manera fría y distante, del recuerdo lejano y algo borroso de una niña atrevida, con toda la imaginación de una niña y que no debía dar más crédito e importancia. Sabía que en estos momentos la pequeña estaría en casa con su familia; o en el colegio intentando resolver alguna raíz cuadrada; o reflejando en su diario los secretos sentimientos y sensaciones más íntimos de la inmediata pubertad; o bien ideando con sus amigos algún juego para matar el tiempo. En su cabeza no podía suponer otra cosa que no fuera eso y de que aquel pinchacito no había sido más que un mero accidente sin importancia.
Habían pasado algo más de ocho años y el hombre ya se había olvidado; A veces recordaba aquel día como una onírica sensación de irrealidad que sólo sabía a ciencia cierta que era real cuando observaba la pequeña mácula de sangre en aquel esqueje, que, misteriosamente conservaba el mismo aspecto que el primer día y guardaba la misma secreta esencia. Hacía mucho tiempo que lo había colocado en una zona oscura y recóndita del jardín, apoyado en uno de los muros que lo delimitaban. Y allí, solitario y medio abandonado, sin más uso que el de estar allí, la vida le transcurría.
La gente seguía agolpándose para apreciar el lugar, sobre todo en las épocas floridas donde se podía notar su encanto. El jardinero seguía intentando no hacer caso e ignorar a la muchedumbre, aunque sí se había percatado curiosamente de una extraña y harapienta muchacha que se paraba tímidamente de vez en cuando, incluso en aquellas épocas en las que el jardín lucía menos. Uno de esos días de primavera cuando el sol estaba en su cenit, mientras el jardinero estaba reposando de su ardua labor, y solo quedaban algunos curiosos, la harapienta muchacha entró y se dirigió al hombre con la mirada fija en él. Éste, al verla, se sorprendió de la misma manera que el día que había entrado una pequeña niña y le había entregado el brote. Su aspecto dibujaba la mirada vacía, triste y sin vida; los ojos postrados sobre las pálidas mejillas, sus cabellos eran de un cobre apagado, y su rostro describía un rictus duro, rígido, marcado por la desgracia; sus manos, eran débiles y transparentes; era como observar al trasluz una radiografía, donde se señalaban las líneas de sus azuladas venas. La ropa raída por el paso del tiempo, describía unos perfiles suaves de un pasado esplendoroso; su caminar era lento pero refinado y sus gestos dibujaban suaves, perfectas y elegantes figuras.
¡Aquella muchacha, su mirada!... se quedó helado como un témpano de hielo al contemplarla, como si de un fantasma se tratara. Un aluvión de sensaciones le recorrió la columna; un sudor frío exhaló de sus mismas entrañas y un ligero mareo le hizo tambalearse, apoyándose en el esqueje donde casualmente su mano dirigió.
La muchacha le asió por el brazo con sus transparentes manos y lo incorporó mientras le inyectaba una mirada dulcemente amarga y le esbozó una ligera sonrisa que reconfortó al jardinero. Ella extrajo entonces de sus harapos, un pequeño cuenco de madera recubierto de un metal tan cobrizo como su pelo y se lo entregó. El hombre sin mediar palabra, agarró el cuenco y se acercó al pozo del que manaba constantemente un agua plateada y limpia, y le dio de beber. La muchacha con un gesto de asentamiento lo aceptó agradecida, mientras el jardinero impávido veía surgir de la gota de sangre del esqueje el primer brote. Inmediatamente, agarró el plantel y lo colocó en el centro de la glorieta, mientras la muchacha lo seguía con la mirada viva que había florecido al tiempo que el esqueje, de sus apagados ojos, y se apresuró a plantarlo; pero al terminar la muchacha había desaparecido. La había reconocido. Era aquella niña hecha mujer que un día entró en su vida. Su dulce y esplendorosa niñez se había transformado en amargura y la vida la había castigado, mientras que él, en su edén particular, se había resguardado de los avatares de la existencia. Se preguntaba qué sucesos le habrían ocurrido; qué le habría conducido a semejante estado de desaliento; cuál habría sido la causa de su desgracia. Pensó entonces en la flor que él le regaló y la herida que le produjo en su pequeño dedo. ¡Si apenas fue un pinchazo!- rumiaba- pero el caso es que la muchacha había sido víctima y verdugo de su vida. Y se había vuelto a ir, cual ave migratoria que abandona el frío averno para retornar en los primeros ciclos de la primavera.
Adusto, taciturno y decaído por la nueva experiencia,- pero esperanzado de que la vida sea una especie de péndulo que gira constantemente y que vuelve al mismo punto de partida para reanudar su camino- tenía la completa seguridad de que tarde o temprano volvería a aparecer la muchacha. Notaba una sensación de preocupación de no volver a ver jamás a la joven y de que fuese su fin. Esto lo desesperaba enormemente de tal manera que, muchas noches, no podía conciliar el sueño y se le estremecían las entrañas debido a la impotencia de pensar que le estuviera ocurriendo algo a la desventurada muchacha. El cariño que le había tomado era tal que, en consideración a ella, debía centrar todo su esfuerzo en satisfacer la necesidad de cuidar aquel retoño.
Después de aquello, trabajó árduamente para que el esqueje siguiese su crecimiento; casi dedicaba todo su tiempo a la esmerada labor, abandonando el resto del jardín a su suerte, sin casi percatarse de que este no se auto-mantendría de manera espontánea y de que alguna de las plantas más sensibles, comenzaban ya a perder su esplendor. Aunque, posteriormente compartía su tiempo entre una labor y otra, dedicaba casi todo el trabajo al cuidado del plantel. El jardinero veneraba aquella protuberancia que manaba aferrado a las entrañas de la tierra, fruto del entero y esmerado cuidado; como aquellos remotos fieles que adoraban al astro rey alrededor de la megalítica edificación de piedras hipnotizados por su magnetismo.
Pasó el tiempo y el recuerdo de la muchacha seguía tan vivo como el primer día. Veía crecer el esqueje que ya no era tal, sino un frondoso, robusto y bello árbol que, día a día cobraba más esbeltez y en él le parecía reconocer a la joven, pero no con aquel mortecino semblante sino con la belleza viva que él deseaba imaginar. El jardinero observaba como crecía el árbol a la par que él envejecía y sus fuerzas se apagaban, pero a cambio había recibido la serenidad propia de quien con el paso del tiempo gana en madurez y sabiduría. El jardín y él estaban envejeciendo juntos, y ambos llegaban al crepúsculo de su vida. Y las flores del jardín, - algunas ya ajadas por la dejadez del inconstante cuidado- habían perdido su fragancia.
La gente se había desinteresado por el otrora maravilloso Edén; anacrónico y solitario en un mundo iracundo y convulso, desprovisto de sensibilidad, era un oasis perdido en medio de un desierto, cuyas arenas guiadas por el Simún lo habían cubierto de desazón.
El jardinero observaba con nostalgia la imagen de aquel paraíso perdido, que impotente, a veces intentaba recobrar. La tristeza lo rodeaba, pero siempre le quedaba el árbol, el fastuoso y maravilloso árbol que el azar- ó quizás no- había traído como brisa de Mayo y es en quien buscaba consuelo debajo de la última esperanza que le quedaba. Sí, había sabiduría, experiencia, madurez, serenidad, pero había algo que en el ocaso de su vida, le obsesionaba: su soledad. Una soledad que no le había preocupado, porque el jardín era su compañía, su razón de ser, su sueño, su realidad; pero el jardín agonizaba lentamente y el hombre ansiaba escucharlo, pero este ya no le hablaba. Sus declamaciones se habían apagado y su silencio,-ese silencio que era su mejor contertuliano - se había vuelto lúgubre. Ya no había color; era como ver una imagen en sepia de una fotografía antigua, cuyos contrastes ya se han agrietado y su forma octogonal, casi perfecta, se estaba desfigurando. No obstante, el majestuoso árbol sobresalía en medio de aquel vertedero de amargura. El cansado jardinero, con los cabellos grises, la piel ajada y blanqueada, la mirada perdida, buscaba bajo el árbol los rayos de sol que se filtraban a través de las verdes hojas en un intento de recobrar vagamente algo de la juventud perdida, mientras veía pasar la vida, esperando, repasando, recordando tiempos mejores, musitando palabras de alivio. Había perdido el tren y era tarde. ¡Sólo se limitaba a esperar y esperar! Y en su espera soñaba. Y en sus sueños aparecía la imagen viva de aquella bondadosa y bella niña que le entrego la desdicha de su vida. Desdicha y alegría a la vez porque le había dado una razón de lucha. ¡Soñaba! Y soñaba y esperaba a la harapienta muchacha de aspecto inerte a la que el agua le había devuelto la sonrisa apagada y la existencia, al tiempo que el brote había renacido. Amaba y veneraba al árbol, porque el árbol era la joven.
En sus oníricas fantasías veía acercarse a una bella mujer tan anciana como él, de mirada profundamente viva y una sonrisa tierna que al contraer la comisura de los labios, le mostraba las delicadas grietas de sus arrugas, mientras que, de entre su níveo vestido de satén, extraía y le obsequiaba con la más bella rosa que jamás había conocido. ¡La Rosa; la belleza; la fragancia; la razón de su desazón; la belleza efímera; la soledad marchita! ¡Esperanza y desgracia; timidez y desvergüenza; rocío y escarcha; bella y mustia... ¡Que flor más antagónica!- creía pensar- Y la anciana le ofrecía agua en un cuenco de madera recubierto de un azogue tan plateado como sus cabellos, y él la miraba sintiendo un incontable placer mientras las manos de la mujer le asían la suya y lo levantaban. Entonces aquella sensación de soledad se esfumaba y flotaba en medio de una atmósfera en la que los miedos desaparecían y los sentidos perdidos volvían a florecer y las fuerzas retornaban y ambos recorrían el sendero del jardín y se alejaban. Y soñaba mientras marchaban que, al tornar la vista atrás, el jardín se esfumaba tras de sí y desaparecía, al tiempo que el árbol permanecía allí, impertérrito, majestuoso, con las ramas proyectadas como saetas al firmamento.
El jardín había desaparecido y el jardinero se había marchado, pero ¿había existido alguna vez el jardín? Había sido su fantasía y había trabajado en ella, pero había desaparecido. Un sueño que había estado elaborando desde siempre; un ilusión que sólo era un quimera; un esbozo que había dibujado sobre un irregular lienzo provisto de falsas ilusiones que le resultaron tan atractivas, que había sucumbido a ellas y que cuando se quiso dar cuenta ya era demasiado tarde.
En aquel universo que él había creado, no cabían más realidades que las suyas propias. Un mundo ficticio, imaginario, deformado e irreal, pero a la vez como algo que sólo a él le pertenecía y que nadie le podría arrebatar; ni siquiera la muerte. Porque era suyo y suyo sería para siempre. Por eso, jamás se supo si había existido realmente aquel Edén. Nadie podía saberlo puesto que nadie lo había visto, ni tan siquiera hubieran supuesto que allí hubiera existido algo. Sólo en medio de aquel imaginario caos; implacable, dominante y de origen incierto, regía el árbol que el jardinero plantó.

dimarts, 5 de maig del 2009

Memoria

El otro día caminando, percibí una fragancia familiar que me evocó sensaciones pasadas y me hizo pensar. Y pensar es algo que hacemos constantemente ¿o no? Bueno no siempre. El caso es que ese aroma me sedujo creando en mí un sentimiento de añoranza que está: entre la nostalgia de un pasado que no viví y la alegría de lo vivido. Es una sensación extraña pero no menos reconfortante, que aparece en los momentos de plenitud en los que una persona se encuentra de golpe consigo misma. Y entonces empiezas a recordar quién eres, por qué estás allí y de dónde provienes; o ese eterno dilema de “de dónde venimos y hacia dónde vamos”. Pero no, no voy a ser pesado con cuestiones metafísicas de ningún tipo, ni absurdos patriotismos. Las emociones y sentimientos se conjugan formando un cóctel de recuerdos que se acentúan cada vez más, a medida que los hechos y circunstancias nos vienen a la memoria; incluso aquellos que aun sin conocer, nos parece haber vivido. Quizás todas estas sensaciones las llevamos en los genes y claro está, incluso allí, donde moramos, notamos la presencia compartida de otros lugares.

El mundo se ha construido de constantes idas y venidas; de personas que dejan sus hogares para llegar a otros destinos, con la plena incertidumbre y el riesgo a lo desconocido y lo novedoso. Yo, como tantos otros, desciendo de esas personas que un día se despidieron de su tierra, sus amigos y sus familias, en busca de un trabajo; de una nueva oportunidad y de nuevas ilusiones que, ciertos acontecimientos pasados de los cuales no deseo comentar ahora, habían provocado. Aquellas personas tuvieron que adaptarse a circunstancias realmente adversas: unas veces a las incomprensiones debido al desconocimiento mutuo entre formas de vida diferentes o a un lenguaje distinto que mermaba la comunicación entre las personas. ¡Exiliados ó emigrantes dentro o fuera de su propio país! Pero no se amedrentaron y siguieron adelante.

Hubo quien a la primera de cambio regresó, otros estuvieron a punto, pero la mayoría siguió, no sin un cierto resquemor a la nueva vida y con grandes dosis de añoranza hacia su tierra. ¡En sus maletas de cartón asidas con ligaduras de filásticas, yacían todos sus bienes; sus pocas posesiones, sus sueños e ilusiones y el alma resquebrajada! Pero, a pesar de todo, les quedaba algo difícil de arrebatar: ¡el recuerdo!

Con el corazón en un puño y la mirada perdida en el horizonte, con la perplejidad de una vida extraña, el incómodo y lento tren de asientos de madera se alejaba lentamente mientras contemplaban su vida pasar de largo. Por un momento, y teniendo todavía a la vista los tejados de las últimas casas, la tentación de apearse crecía por momentos con la intención de bajarse en la próxima estación y regresar a pie si era necesario. Pero con no poca voluntad, cerraban los lagrimosos ojos y lentamente las ventanas de su tierra se iban cegando, cercándose aún más su esperanza. Con la mente casi en blanco pero con un haz de luz en el pensamiento, sólo cabía una pregunta: ¿cuándo llegaría el momento de regresar?

Pasaba el tiempo y poco a poco esas personas se iban asentando -no sin dificultades - a la nueva vida. Pero hay algo que nos hace ser diferentes a los demás seres del reino animal: nuestro poder de adaptación al medio que nos acoge.
A medida que el tiempo transcurría se hacían un hueco en aquel lugar, e incluso se implicaban en los problemas más cercanos. Hasta la nueva lengua era practicada y defendida por los nuevos habitantes. La complicidad era mayor y el cariño hacía lo nuevo aumentaba. Pero, incluso en esas circunstancias y con las familias reunidas en el mismo techo, no había otro tema de conversación que no fuera el de la tierra abandonada; sus historias habituales, sus chascarrillos, sus fiestas populares y de guardar; sus comidas, los problemas del campo, e incluso la última defunción del “tío fulanito” o la “tía menganita” ya octogenarios, que fallecieron de ancianidad; las tierras perdidas por el abandono otrora frondosas, donde aquellos arrieros de antaño llenaban de vida y actividad, su rico y sereno transitar.
Y así pasaban el tiempo con sus paisanos; siempre pensando en las próximas vacaciones para regresar nuevamente.

Las personas volvían cada año a ver a sus familias y amigos que permanecieron allí. Y estos esperaban la llegada, ya anunciada por carta, de sus parientes los de la “capi”. ¡Y esos de la capi qué ahora tenían el corazón compartido entre la tierra de acogida y la tierra amada! Hubo quien incluso, desde el primer momento y una vez alejados de su lugar de origen, renunciaron a él. Otros en cambio iban cuando las circunstancias lo permitían y es que cuando se tiene apego algún lugar, es indiferente el tiempo que uno pase sin volver. Podrán transcurrir dos, tres años, un lustro, tal vez dos e incluso más. Pero al final siempre se regresa aunque sea con el “alma”. Y se regresa con nostalgia y alegría a la vez. Porque hay algo que te liga: no sólo el entorno paisajístico de su propia naturaleza viva, libre todavía del expolio de la especulación –¡y qué esta no llegue nunca!-, sino el profundo recuerdo de las personas amadas, que un día se quedaron en el trayecto de vuelta siendo sus destinos meros números de registro en aglomerados camposantos; aunque su espíritu, su recuerdo y la devoción hacia ellos sigan vivos en cada uno de nosotros.
Por eso, citando y plagiando levemente al escritor, y, desde lo más hondo de mi, desearía recordar: “¡Ese lugar de la sierra de cuyo nombre yo si quiero acordarme!”

dilluns, 20 d’abril del 2009

Vivir en el mundo, como si no fuera el mundo, respetar la ley y al mismo tiempo estar por encima de ella, poseer, «como si no se poseyera», renunciar, como si no se tratara de una renuncia…

"Tractat del Lobo Estepario"- Hermann Hesse