dissabte, 27 d’abril del 2013

El caleidoscopio


        La noche era desapacible, pero ello no impidió que bajase a la calle. Su angustia de estar encerrado, era mayor que la necesidad de danzar con las inclemencias meteorológicas. Era uno de esos días de mediados de diciembre, cuando el otoño declina dando el relevo al nacimiento solar del solsticio de invierno; aunque ese fenómeno todavía no se había producido. La densa bruma y la constante llovizna, procuraban una atmósfera agobiante, y la tenue luz difuminada de las farolas, facilitaba un tono gris-cobrizo. Por aquellas húmedas y resbaladizas calles, no se veía un alma; tan solo,  algún que otro misántropo o parejas de adolescentes que aprovechan la ocasión del momento para estimular sus efervescentes hormonas, se aventuraban a rellenar ese vacío que aparentaba un lúgubre escenario del romanticismo gótico.

        Anduvo durante un buen rato absorto en sus pensamientos, dejando que la niebla fuese un complemento más de su zozobra. Le distrajo la luz intermitente de un ciclista que pasó rozándole, en el preciso instante que volvía a una aparente  realidad. Por un momento pareció desorientado, porque su caminar le había llevado a callejear sin rumbo alguno. Tras la duda inicial, buscó una referencia y la encontró en la difusa silueta de un célebre obelisco de la ciudad, donde confluían dos importantes avenidas.

         Continuó su transitar hasta que fue asaltado por personaje de aspecto extravagante. No podía precisar si era hombre o mujer, ya que, su equívoca fisonomía delataban una marcada ambigüedad andrógina. Ello y su arlequinada vestimenta ofrecían una apariencia si cabe más extraña.  Con gesto histriónico de showman de Music-hall, le señaló una puerta de madera de roble labrado con el forjado artesanal ya oxidado. No había ninguna indicación ni letrero que permitiese cualquier reconocimiento. Impulsado por un inusitado interés, se dejó llevar. Entonces, el arlequín asió la aldaba y llamó tres veces, a lo que la puerta se abrió sin que le ayudase nadie al otro lado. Su tensión iba en aumento, pero la curiosidad vencía cualquier atisbo de salir huyendo. Una vez dentro, el extraño personaje le entregó un tubo con la pomposidad propia del comediante.
        El objeto tenía toda la forma de esos caleidoscopios donde la visión del mundo se multiplica simétricamente. Escrutó el cilindro con atención y miro en su interior, pero todo era brumoso como esa noche. El hermafrodita con gesto mímico, lo guió hasta una sala todavía más oscura. Sentía cierta congoja, pero siguió hacia delante. Se sentó en una butaca y notó que a su alrededor había más gente, pero no podía verla, tan solo oía el murmullo de fondo.    
   
        El personaje le instó a que mirase de nuevo a través del cilindro. ¡Increíble! pensó;  hacía un momento no se veía absolutamente nada por aquel aparato y, ahora parecía como si estuviera dentro del mismísimo ingenio. Observó que no era de esos aparatos que al moverlos varían en un infinita amalgama de imágenes, sino que, a través del caleidoscopio, veía una vieja y mugrienta taberna de pueblo que, curiosamente, le recordaba a una que había conocido siendo muy niño. Obscura, con las paredes encaladas con tinte azul; descorchadas por la dejadez y el suelo de tablas de madera, ya desgastadas, por el paso del tiempo y la falta de cuidado. La única luz que había, provenía de tres candiles de propano dispuestos estratégicamente, que daban un ambiente tenue pero acogedor. La puerta de entrada a la taberna, era exactamente igual a la de antes. Siguió observando a través del caleidoscopio y vio a un anciano, detrás de una pequeña barra, que tomaba una botella de vidrio translúcidamente opaco por la mugre, y servía un líquido transparente que le recordaba a esas cazallas caseras.  Por increíble que pareciera, le daba la sensación de que podía oír el sonido del viento golpeando con fuerza contra las contraventanas de la vieja cantina.  Notaba, como si a través de las pequeñas fisuras, penetrara el intenso frío con un silbido sordo que rompía el escaso murmullo que se generaba. Era como estar en una sensacional sala de cine.  

        De repente, sintió un frío intenso y, observó como el tabernero que veía por el cilindro, se dirigía a él invitándole a que tomase un trago. Instintivamente apartó el caleidoscopio de su ojo, pero la sorpresa fue,  cuando se percató de que estaba dentro de aquella misma escena. Palideció de manera tan contundente, que comenzó a experimentar una hiperhidrosis general que se entremezcló con una repentina micción ¡Aquello no podía ser real! Debía ser un sueño, pensó. De un salto,, se incorporó de su asiento y al girarse hacia atrás, vio que era la misma butaca del local. Aquello no era lógico; él que por su escepticismo habría buscado una explicación lógica a todo aquello se veía impotente ante tal torrente de insólitos fenómenos.  

          El ruido generado, hizo que despertase la atención de un grupo de hombres que se apostaban en un rincón. En una mesa cuadrada de madera con un tapete verde; cuatro de ellos jugaban a cartas mientras un quinto miraba a la partida apoyado en una columna. Inmediatamente, el que en apariencia era más joven, alzó la mano, y sonriente lo saludó. Los demás asintieron mientras lo invitaban a unirse a aquel grupo. El dilema no era el de rechazar la invitación de acercarse a ellos, sino el hecho de que conocía perfectamente a todas aquellas personas y que de ellas, precisamente guardaba un entrañable recuerdo; apreciados seres que habían desaparecido hacía mucho tiempo. Lo asombroso es que sus miedos iniciales desaparecieron, y se  acercó a la mesa. Pero no podía hablar con ellos, ni ellos con él; la verdad es que allí no hablaba nadie: solo murmullo y una cierta  aflicción en sus miradas, como implorando una nostálgica  vida en su alejado, efímero e indeformable pasado.                      
         Los cinco personajes agacharon las cabezas y, con  la mirada ausente, continuaron con la partida de cartas. Él, tocó el hombro de uno de ellos, pero este ni se inmutó y acto seguido repitió lo mismo con el resto. Nada, no hubo reacción alguna. Se fue a la barra e intentó hablar con el anciano, pero éste,  absorto, fijaba la vista en la entrada.  

         La puerta de la taberna se abrió bruscamente y una ráfaga de viento penetró en la cantina extinguiendo la escasa luz de los candiles. A través de la intensa tempestad, apareció una bellísima dama de un blanco áureo espectacular que,  sonriente se dirigió hacia la mesa, y dulcemente asió la mano de uno de ellos, emprendiendo una danza a modo de vals, pero sin música. El primer hombre, con un elegante gesto pero con la mirada lejana, se despidió de él, mientras la dama lo dirigía hacia la puerta con un armónico compás. Uno a uno fue llevando a todos los presentes en aquella mesa hacia aquel abismo tempestuoso, salvo al cantinero que parecía condenado a estar eternamente allí. La circunstancia le parecía tan sumamente onírica, que no le dio tiempo a reaccionar. Su asombro era tal, que aquellas personas habían vuelto a desaparecer, tan repentinamente y en el mismo orden, en que lo hicieron en el pasado. Tras ello, la dama le sonrió. Su mirada era tan dulce como embriagadora y con una elegancia sublime se acercó a él,  lo asió de los hombros y acercó los labios a los suyos. En ese instante una cortina blanca cubrió su mirada, provocando que  su  mente perdiese todo contacto con la onírica realidad.

         Lo despertó sobresaltado el timbre de la puerta de casa. Miró por la ventana, y vio que hacía un espléndido día,  pero estaba todavía ciertamente aturdido por el inquietante sueño de esa noche. Debió ser la cena, pensó. Tardó en reaccionar,  mientras volvían a llamar a la puerta, golpeándola tres veces.

         Al abrir la puerta le dio un vuelco al corazón al ver a la dama de blanco con el andrógino personaje. Sintió alivio al observar que vestían de manera normal y que eran vendedores de enciclopedias. Aliviado, terminó por comprarles una, y cuando acabó de atenderles, sintió cierta curiosidad por lo acontecido en el sueño. Así que, se arregló, salió a la calle, y se fue en dirección al lugar desde donde había observado el obelisco, pero sería un tanto impreciso porque con una noche como la soñada se podía perder toda  referencia. Una vez llegó al supuesto lugar, comprobó que allí no había nada más que un solar vacío con un letrero que anunciaba el inminente proyecto de construcción de viviendas de alto standing. Por más que rastreó - incluso por las calles adyacentes - no encontró ni el más mínimo indicio de lo que evidentemente había sido un sueño tan real como extraño. Lo que si de algo debía sentirse complaciente, era de que su inconsciente le hubiera hecho retomar el recuerdo perfecto de todas aquellas personas. Satisfecho y optimista, se dirigió nuevamente a casa disfrutando del extraordinario día.
        Cuando llegó, se relajó y se dirigió a la  nevera a por una cerveza. Se sentó cómodamente en el sofá mientras el áureo y espumoso líquido le regaba la garganta y dirigió la mirada hacia la ventana para que el sol le penetrase en los poros  de su rostro. Todo perfecto hasta que en un momento dado, la sorpresa se apoderó de él. Se levantó y se encaminó hacia la mesa del comedor donde, un tapete verde la adornaba y sobre el tapete, la baraja, la botella de cazalla y el caleidoscopio. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, se le erizó el bello y sintió una presión en el vientre que logró controlar. Se armó de valor y respiro hondo, asió al cilindro y se lo llevó al ojo, pero lo que vio a través de él lo dejó petrificado. En el fondo mismo del caleidoscopio había un epígrafe que apuntaba:
Gracias por tu visita. Nos veremos pronto”.